lunes, 25 de agosto de 2014

Andares sinuosos (7)

Me cité con una mujer, con una mulata, aquí en el estacionamiento de un supermercado que conozco en un asentamiento urbano marginal. Sigue siendo la ciudad, por ende su marginalidad y crudeza. No vivo por aquí pero siento como si hubiera pasado toda mi vida en este lugar. La tristeza de las calles, las carencias, los rencorosos, es todo tan familiar para mí que siento el impulso de maldecir en voz alta. Maldita la suerte humana. Pienso que el amor más puro, que la compañía más grata, la sonrisa más fiel, será la de mi próxima mujer y sólo así me sosiego un poco. No mi propiedad, no sería mi propiedad, ella, jamás. Yo soy muy poco hombre: no soy una bestia machista como mi padre o como todos los demás hombres. Mis ganas de poseer son puras, cuasi sublimes. Deseo poseer el conocimiento, lograr la iluminación, serenidad. 
  La conocí utilizando algunos sitios de encuentro que están en internet. Aceche a quien consideré la más cautivadora. Le aseguré que no era un pervertido, que acaso era un tipo sensible y por ello podría lucir desgarbado, poco común, pero jamás irrespetuoso. Le mandé un poema que le escribí al vuelo. La raza de tu raza, la raza de la tierra, mi pobre rostro avergonzado de ser caucásico, apiñonado, quizá, rostro de un abuso, una violación terrible que pasó sin registro por generaciones y generaciones hasta llegar a mí, que ahora estoy aquí, temeroso de que me desprecies porque no soy como tú, abnegado, sediento, taciturno. Valorame, ámame. Que yo te amo por tu color cálido, por tu piel etérea. Escribo más versos al vuelo, tan grande es mi expectativa y mi dicha. Llevo conmigo el celular que encontré abandonado en un asiento de un microbús. Por supuesto, no funge como artificio de las telecomunicaciones sino como una libreta electrónica. Mis dedos agradecen el descanso, transcribo menos, lloro a pierna suelta cuando tengo tiempo de sobra, no ha necesidad de editar demasiado ni mis más tristes sinsabores. Miro la tienda que da razón de ser a este pedazo de pavimento donde moro y rememoro la pobreza, la miseria del alma ignorante de sus lacayos. Si esos pobres diablos supieran leer, si comprendieran que está escrito que el mundo es nuestro porque a nadie le pertenece: serían capaces de organizar un motín, de concretar la rebelión, de diezmar a sus gobernantes imbéciles.
 Espero a que la cita se concrete. Espero a que la cita se vuelva un encuentro extraordinario.
No tengo valor para esperar. Me voy como un cobarde. Llamo al hombre sensible por teléfono. No está, suena y suena. Yo tampoco estoy. Escribo una oda a la soledad, a mi soledad, es un tema recurrente en mi opus. Me encierro a editar viejos textos. No leo ningún mensaje de reclamo de su parte en mi pantalla. Me siento miserable. ¿Cómo es que voy a encontrar al amor de mi vida, cómo es que voy a dejar en esta tierra mi semilla si mi virilidad flaquea? Soy un esbirro de la naturaleza. Soy un esclavo de mis impulsos carnales. Me retuerzo en la cama. Abro un perfil diferente en el sitio de contactos. Miro a la cámara y me cubro parte del rostro. Sere alguien más, llevaré otro nombre, no claudicaré. El hombre sensible me llama y me dice que tiene dinero de una publicación mía. Me sorprendo. Aún hay alguien que me aprecia. 
  No acudo a cobrar ese día. Camino por el cerro, el famoso cerro del peñón viejo. O Peñon Viejo. Escribo un poema más. Escribo la historia de nuestro desencuentro. Me doy un puñetazo en el estómago. Contengo mis ganas de gritar. Lo merezco. Me acuesto a dormir en el piso del metro. Me baja un policía. Menos mal que nadie tiene por qué reconocerme. Pienso que el metro es como mi zona de confort. Sé qué es lo peor que puede pasar y conozco sus mejores ofertas por igual. 
  Cierro mis puños. Soy un hombre débil. Debo buscar el amor. Mientras tenga fortaleza y un cuerpo tangible. Quizá persista después de fenecer.
El policía me invita a comer unos tacos afuera del metro Barranca del Muerto. Conversamos. Le escribo un poema a su esposa o a su novia, no pregunto. Nos despedimos. Un día más. Debo seguir adelante. Comienzo mi segundo libro de poemas. Se llamará "Entre lágrimas nacido, olvido terrenal". Tratará sobre mi búsqueda de amor. Mi poster de Audrey Hepburn me consuela. Al menos, sé, existió en algún momento de la historia alguien hecho a mi medida. Canto un tema que me conmueve hasta que mi padre me solicita aparatosamente que cese. Lo maldigo. Me hago un ovillo sobre la cama. Mañana será un día muy importante y lo sé. Pero ignoro la causa de mi ansiedad. Cierro los ojos como se cierra el telón de un teatro. Apago la cámara, la película deja de girar. Mis libros me sirven de cama, de podio, de armamento. Soy peligroso. Temo por aquél que se interponga en mi camino. Mi padre me grita de nuevo que deje de llorar. No lloro, padre, le digo. Y dejo de llorar. El teléfono suena. La llamada no es para mí.

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