jueves, 17 de septiembre de 2009

Gato (2,3...6)

Todos mis amos han sido unos perros (igual que lobos pero inteligentes).

martes, 1 de septiembre de 2009

LOUIS FERDINAND CÉLINE.

"Es un muchacho sin importancia colectiva,
exactamente un individuo"






Un solitario también es un egoísta. Desprecio a la sociedad (aunque estoy inserto en ella y siempre lo estaré) para tener una voz.
¡Yo tengo un rostro!

jueves, 27 de agosto de 2009

James lo mismo que Juan o Pancho (2/16)

Dicen que la muerte cambia la forma en que ves las cosas cuando la tienes cercana.
Yo diría que las cosas no cambiaron mucho desde que James se murió. Se mató.
Sin embargo ahora siento que el tiempo corre más despacio.

Llegó a mi casa ese día, el día que según él empezó su vida.
No, para entender mejor contaré una noche antes. Son las nueve de la noche y conozco por vez primera el rostro de mi compañero de habitación. Es nuevo y viene de Baja California. No dice si del norte o del sur, en cuanto le pregunto se limita a responder: las dos están al norte de aquí. Y me mira. Esta no es su primera vez en una residencia de estudiantes. El no es un estudiante, pero como tiene 24 años, pasa por uno, además siempre está cargando libros. Lo sé porque Fernando lo envió aquí sabiendo que había una cama vacía en mi habitación. Fernando nunca ha sido bueno conmigo a pesar de que somos primos, el parece disfrutar metiendome en aprietos.

Antes de que el día de hoy sucediera, yo pensaba que James era un nombre igual a cualquier otro, pero hoy se que no, hoy es un día muy lejano de aquella noche. Hacía frío. James entró y con él vinieron a mi mente una montaña de referencias hechas por Fernando mientras trabajaba. Sólo he hablado un par de veces con Fernando, y una de esas fue cuando consiguió meterme a su trabajo. Fernando es un telefonista. Una silla, unos audífonos permanentemente sujetos a la cabeza, un monitor y un teclado. Lo demás no es algo que Fernando o nadie pueda tocar, propiedad de Chatting with my friends a bit. Conocí a James en ese lugar, un gringo que venido a menos decidió explorar su lado mexicano. No se hasta este día, el día en que se instala en la residencia, si James es mexicano o gringo, sólo sé que está ahí y me ve y nos miramos por un rato con la misma cara inexpresiva, parecemos sonámbulos. Antes de que se decida a entrar y pase a ser oficialmente mi compañero de cuarto. Pocas pertenencias, un hombre complicado.

Entonces, como en una película, experimento una sensación particular y extraña, casi una premonición, pero más exactamente como una yuxtaposición, las cosas se van repitiendo en mi memoria relatadas por la voz de mi primo quién al mismo tiempo se dedica a contestar llamadas en inglés a intervalos regulares, que cómo estás, que a qué hora tienes que llegar a la escuela, que a dónde queda bien tu casa. Fernando cuelga el teléfono, espera otra llamada, pero con un botón cancela su estado de disponibilidad y usa un par de minutos para hablar conmigo.

Cabe decir que hasta entonces nunca nos habíamos entendido bien, la relación familiar estaba más que deteriorada y lo poco que recordaba de él era, además de su nombre, que una vez cuando niños me había aventado de la azotea de casa de mi abuela y que por azares del destino, o por un calculo maquiavélico suyo, había ido a dar sobre una pila de graba. Aunque la graba tenía pedacería de botellas de cerveza que rompían mis tíos en las fiestas, así que aunque no me rompí nada, me tuvieron que atender un par de cortadas y me vacunaron contra el tétanos de nuevo. Dos veces en el mismo mes. Pero me estoy desviando. Presiona el botón, se baja la diadema con el micrófono y me dice como si nada:

- Te traje aquí porque no se a quién más hablarle de esto. Tengo un amigo- y señala con el pulgar a James de espaldas inmerso en una conversación en inglés- que tiene problemas. No tiene dónde quedarse y no es de la ciudad, tampoco es... una persona normal. Azota las cosas cuando siente miedo, o sea rompe cosas, golpea gente que no conoce en la calle sin razón, persigue perros de la calle y les llama a todos "amigo", mira fijamente a las mujeres que le gustan sin importar que las moleste y que eso lo meta en más problemas... el tipo está chalado. ¿Tienes lugar para recibirlo?

Yo me quedé estupefacto. Había entrado a Chatting with my friends a bit con las intenciones muy claras de saludar a mi primo, mirar su trabajo, fingir algo de interés y escapar a la brevedad posible. El que me pidiera asilo para un loco, estaba totalmente fuera de mi mapa de ideas, como un rayon con crayola sobre una cartulina blanca. Reaccioné despacio por eso.

- No tengo dónde ponerlo. Mi habitación está muy chiquita. No puedo. Perdón.
- Es qué tu sabes primo... pienso que los dos se llevarían muy bien. Son... como decirlo, compatibles. El también estuvo en la religión un tiempo/
- Yo estaba no más en el coro con Carmen, no se si te acuerdas pero yo entré a cantar porque quería... pues a Carmen.
- Lo que digo, es que los dos se entenderían bien. Pero si no puedes, qué lástima.

Salí como lo dispuse en el plan, en mi cabeza, en mi mapa de acciones cuidadosamente planeadas, voy a salir y me voy a salir ya. Lo que no sabía, es que mi tía Guillermina, la madre de Fernando, ya le había contado de mi residencia de estudiantes y que además tenía una cama vacía en el mismo cuarto.

Llegó la noche, las nueve, repito, y en cuanto veo a este hombre aprieto las piernas, los puños y las mandíbulas, trato de disimular la cara de molestia que me sale, trato de reprimir el coraje. Curioso, James lo nota y lo pasa por alto como a quién no le va. Por un momento pensé que James podría ser todavía en mi mente lo mismo que un Juan o que un Pancho, un total desconocido sin méritos. Las aventuras empezaron esa noche misma y esa noche misma empieza su diario. Once de la noche, primer round.


La velocidad de la noche.

"Con alas manchadas de sangre la Venganza vuela, más rápido que la Velocidad de la Noche".








¿Puedo morirme ahora que he terminado una novela que tardé poco más de tres años en completar? ¿Puedo suicidarme luego de que, corregida, legible y ordenada, ponga mi novela en la mesa de un editor? ¿Dejo atrás la Literatura y me dedico a lo que idealmente debí haber estudiado sino fuera porque soy un miserable y la carrera de Cine es cara? ¿Ahora debo buscar una chica y darle todos mis escritos y el dinero, poco o mucho, que resulte de mi obra, si ella promete pensar en mí de vez en cuando? ...Tantas preguntas y sólo un respuesta:
Estoy loco ¡Y esta es mi locura!

martes, 11 de agosto de 2009

Miró y Rodin.

El día miércoles y jueves adquirí dos nuevos tomos sobre arte, uno que habla del español Joan Miró y el otro del escultor Auguste Rodin.

Miró: Salí del metro San Antonio y comencé a caminar. Nunca me cansaré de caminar. Nunca tendré un auto y no sólo porque soy un miserable sino porque mis piernas siempre están inquietas (¿alguna madrugada me despertaré para darme cuenta que mis piernas han salido a correr por la Ciudad?). Desde hace cuatro años no me he comprado calzado nuevo (mi dinero siempre lo gasto en música, playeras, libros y películas), mis tenis están rotos y sucios, ahora más parece que mis pies tocan el asfalto y no la suela... ¡Lo único que quiero es ser libre!
Soy fuerte y a veces esa fuerza me dota de una belleza singular, sin embargo salí del metro San Antonio con una cara espantosa y una figura patética. En la esquina doblé y caminé todo derecho, atravesando calles y calles hasta el World Trade Center, y mi fealdad hizo que las mujeres caminaran abajo de la banqueta (yo arriba transitaba con lentitud) y los hombres me miraran con cierta precaución. La colonia Nápoles lucía tranquila y limpia. Algunas casas llamaron mi atención, me pregunté: "¿Algún habitante permitirá que un ser tan despreciable y potencialmente peligroso como yo, sea su vecino?" Mi fealdad hizo que agachara la cabeza, me cubriera el rostro cada que aparecía un chica. Cuando arribé al World Trade Center volteé hacia un puesto de hot dogs. Y allí, sentada en una banca blanca y de metal y con las piernas cruzadas (llevaba un falda pequeña), una chica rubia, de unos veinte años, platicaba con un joven. Él era mexicano, pero ella provenía del extranjero (¿de Francia, de Holanda, de Suecia?). La miré por un segundo y sólo de reojo, pero su belleza era tal que me sentí deprimido. "¿Por qué hoy soy feo?" me pregunté y comencé a encogerme lenta y metódicamente hasta desaparecer.

Auguste Rodin: "Debería destruir algo" pensaba mientras vagaba por la red del Metro de la Ciudad de México. Me sentía amable y caballeroso, le cedí el asiento a una viejita y le sonreí a una chica gorda que encontró mis ojos por casualidad. La clases de la universidad estaban por comenzar otra vez y me sentía emocionado: Este año sería mi último año escolar.
En la estación Pantitlan descubrí una librería. Me acerqué para emocionarme: el libro sobre Auguste Rodin que hace tiempo buscaba estaba allí. Era el último y de inmediato lo tomé. Me acerqué al dependiente y descubrí que se trataba de un chico de unos 19 años que cargaba a un bebé. Allí también estaba una chica güera con vestido negro y largo, la cual, seguro, era la madre del niño y la esposa del muchacho. Pagué con un billete de alta denominación y mientras ella buscaba el cambio en la bolsa del pantalón de él, yo los contemplé con curiosidad. Ya eran padres y enfrentaban los problemas que cualquier matrimonio joven tiene mientras yo era un vago que soñaba con ser director de cine. Recibí mi cambio y me alejé rápido. El color y la limpieza de la piel de la madre adolescente me recordó a la piel de una chica que hace poco conocí y cada vez que estoy cerca de ella mi pecho tiembla. No sé si tiene novio o si le agrado, lo que sé es su nombre, el cual es...

domingo, 9 de agosto de 2009

Matsuo Basho.

"Tarde de niebla envuelta en la memoria de días lejanos"




Esto es un Haiku, poema corto japones que trata de expresar lo más posible en unas cuantas palabras.


Mi interpretación:
Alguien se fue y regresó, pero al regresar ya nadie lo reconoció.

viernes, 7 de agosto de 2009

Armando Ramírez.

"...En la Ciudad no había industrias, tuvimos de nuevo que adaptarnos al trazo urbanístico, ahí, fuera de él nos instalamos. Instalamos quiere decir: vivir, vivir de nuevo por las caballerizas y el campo citadino, cerca de los palacios de Humboldt, debajo de sus cornisas, en sus zaguanes, en los mesones: vendiendo guajolotes, haciéndole al ciego para que cayera la limosna en la mano, inventando formas de comercio, robando lo que nos dejaban, nos pusieron de policías a nosotros mismos, volvimos a traer el pulque, los nopales y la pitaya, los charalitos y los acociles, los chilitos de biznaga y el maíz. Primero formamos un pequeño cinturón de comercio inventado: Jamaica, Sonora, el mercado de Abelardo Rodríguez, colonia Morelos, Tepito, anillo de circunvalación, la Lagunilla, Garibaldi, Guerrero, San Cosme, Tacuba.
Invadimos las viejas construcciones que abandonaron sus moradores por otras mejores al sur. Nos arrojaron del sur, ellos se quedaron con el mejor clima, pusieron a su disposición los servicios municipales, los centros de educación, de información, generaron su cultura oficial. Ahora avanzamos a través de las faldas de los cerros, como una mancha nos extendemos, hemos sobrepasado el campo santo, hemos levantado nuestras construcciones, hemos levantado nuestros mitos, hemos levantado nuestras familias, hemos levantado nuestras formas de vida, hemos comenzado a cantar a fuerza de permanecer en la oscuridad, a fuerza de vivir entre los topos, o como la lava en los volcanes. El canto se eleva hacia el cielo irrumpiendo de entre las sombras. Somos una cultura que habita el recinto que pretende ocupar otra cultura".


Tomado de "Violación en Polanco", pagina 8 y 9, editorial Grijalbo, México, 1980.

(Yo, el extraño de la noche, el guapo de mierda, el protector, experimento un sinsabor cada que escucho que una persona cercana mía se ha marchado a vivir o sueña con hacerlo en el extranjero. Es necesario viajar, pero es más importante no olvidar nuestras raíces.
¿Dónde estamos?).

martes, 4 de agosto de 2009

Juglares.


De arriba hacia abajo, de izquierda hacia derecha, los personajes que aparecen en esta foto son los siguientes:

Andrés Díaz: Caminamos por el pasillo que dirige hacia la Biblioteca Central y la Facultad de Filosofía y Letras y que estaba repleto de puestos ambulantes de comida, películas, ropa, música, libros usados, libros nuevos, etc... Y en uno de esos comercios nos detuvimos porque Andrés quería un regalo para el cumpleaños de su mamá.
- ¿Qué le compró? - me preguntó y examinó los libros
- Comprále ese... - señalé "La condición humana" de André Malraux - Trata sobre unos insurrectos que pelean en la Revolución cultural china.
- No sé... Mi mamá tiene unos gustos muy extraños.
Nos desplazamos hacia el siguiente puesto y observamos un sinfín de películas piratas.
- Esa ya la vi, también esa y esa y esa. Esa de allá, la de a lado, está de acá, la de la esquina, la de la portada sangrienta, la de Robert Deniro como boxeador, esa donde sale... - presumí y el vendedor (que también vendía droga) me miró con los ojos demasiado abiertos.
- Cada que miro una película que ha ganado un premio, no importa si es el del festival de Tlanepantla, quiero comprarla... - bromeó Andrés y su sonrisa inocente apareció - Pero no la compro.
- ¿Por qué?
Andrés hizo un gesto vago con la mano y se encaminó hacia el siguiente puesto. Esperé unos segundos para alcanzarlo, mirando con fijeza su cuerpo larguirucho y su cabellera estrepitosa. Cuando estuve otra vez con él oí que dijo:
- Nunca voy a tener hijos...

Ricardo Ruiz: "¿Ves ese edificio? Allí arriba hay un restaurante. Comimos y después bajamos y caminamos por allí. Ella me dijo en tono de broma: '¿Por qué me sigues Ricardo?' y yo hice como si fuese un violador. Unos días atrás le había comprado un libro, lo saqué de mi mochila y se lo di. Y ella me abrazó. ...Fui con su familia al aeropuerto para despedirla, pero ella casi no me tomó en cuenta" dijo Ricardo y miró la lejanía nocturna y lluviosa de la Ciudad de México.
- ¿Se fue a Rusia? - pregunté devolviéndoles, con enojo, la mirada a dos extranjeras que nos observaban.
- Sí... regresó hace una semana y aún no la he visto. ...Los que sí dicen que volvió muy cambiada... ¡Triste!... Después de Moscú ya no mira con los mismos ojos a la Ciudad de México, ya está decepcionada.
- ¿Y que le vas a decir cuando la veas?
Ambos nos hallábamos sentados en el piso y recargados a una de las paredes del Palacio de Bellas Artes. Lloviznaba y el frío nos hacia sentir nostálgicos y quebrados. Ricardo Ruiz se acomodó sus lentes y murmuró:
- Nada.

Daniel Toledo: En la estación Copilco del Metro abordamos la parte última de un vagón. Las clases habían terminado y nos dirigíamos hacia nuestras respectivas viviendas. Íbamos Laura, Valeria, Raquel, Abril, Esteban, Daniel y yo. Y éste penúltimo, que siempre cargaba en su mochila un reproductor de música enorme para sus ensayos y clases de teatro, lo sacó, lo puso en el suelo y con una sonrisa lo encendió.
- Ojalá se apagaran las luces y ya no hubiera otra parada sino hasta la terminal.- dije emocionado.
Las chicas empezaron a bailar (Laura y Raquel de una manera tímida, Valeria con gran intensidad y Abril como si estuviese seduciendo a alguien) y de pronto Esteban y Daniel las acompañaban. La música era rock en inglés y los pasajeros nos miraron o con desprecio o gran asombro (sólo un viejito sonrió emocionado, como si evocara su juventud). Permanecí en un rincón con la expresión pensativa y las manos en los bolsillos de mi chamarra.
- ¿Tú no bailas muchach? - me preguntó Daniel Toledo.
- ¡No muchach!... - y añadí con una mueca alegre:- "Los tipos duros no bailan"
- Norman Mailer.- pronunció Esteban sabiendo de que libro yo hablaba.
Abril bailó con mucha más sensualidad, robándose la atención de todos. Daniel, luego de pensarlo un momento, se le unió. Hicieron algunos movimientos extraños y en el paroxismo de su emoción, Abril se atrevió a romperle un poco más la rotura que el pantalón de Daniel siempre llevaba en la rodilla. El baile terminó abruptamente y ante la expectación de los rostros de la gente, de Laura, de Valeria, de Raquel, Daniel Toledo rompió mucho más su prenda. Rasgó, rasgó, hasta que mostró la licra café que siempre utilizaba para sus ensayos.
- Un pantalón menos.- susurró Valeria y se encogió de hombros.
- ¿Y ahora que procede, muchach? - le preguntó Esteban Hernández.
Abril, traviesa, comenzó a danzar otra vez y Daniel se quitó los jirones de tela y decidió:
- Así me voy a ir a mi casa.

Laura Soto: La cafetería de la Facultad lucía sucia y nostálgica. Sólo un trío de mesas estaban ocupadas y en la cocina los empleados lavaban los trastes con desgana. Anochecía y entré al lugar porque desde la entrada distinguí a Laura y a Daniel.
- ¿Qué tranza? - él me dijo cuando me les acerqué.
- ¡¡Muchach!! - Laura me dio un beso en la mejilla y me abrazó como siempre lo hace cuando nos saludamos.
Me senté junto a ellos en una de la mesas últimas del sitio y de repente Daniel informó:
- Voy a ir por una ensalada.- se puso de pie, pero en vez de comprarla en la cafetería, fue por ella a una tienda más alejada.
- ¿Tienes clase? - me preguntó Laura, algo distraída por un libro de escenografía que hojeaba sobre la mesa.
- No.- mentí - ¿Y ustedes?
- Ya no...
- ¿Están ensayando una obra? - pronuncié mirando las imágenes coloridas del libro.
- Sí... Es para el fin de semestre.- Laura se concentró mucho en una foto (telas negras, telas rojas, una estrella) y tras cuatro minutos volvió a hablarme: - ¿Quieres Té? Está caliente.
Tomé el vaso de plástico de un litro y sorbí con delicadeza. No bebí mucho. Apoyé mis brazos sobre la mesa y mi mentón sobre mis manos. Daniel tardó demasiado en regresar y durante ese tiempo permanecimos silentes, como si fuésemos extraños. Ella cambió las paginas una y otra vez y yo, con cierta discreción, contemplé sus rasgos dulces. "¿Cómo fue tu niñez, Laura?" quise preguntarle, pero mi boca no estaba en mi rostro. Pensé en ladrones y policías, en sangre y golpes, en mujeres que se desnudan para sus novios y en hombres gordos que no pueden apagar sus computadoras. Algo explotó en mi pecho y por un par de segundos cerré los ojos.
- ¿Por qué tan callado? - de pronto ella me miró a la cara.
- No hay nada que contar.- susurré- ...Nunca tengo nada interesante que contar...

Elena De la cruz: Elena se quitó la playera. Mostró un sostén negro, un vientre blanco y el comienzo de uno senos, no sólo grandes, trepidantes. Le di la espalda de inmediato, tímido, emocionado. La obra de teatro que el maestro de música había exigido como examen final, había terminado. Andrés, Ricardo, Daniel, Laura y Elena, que habían desarrollado papeles de juglares (aquellos cantantes y cuentahistorias errantes de la edad media) se quitaban el vestuario en el pasillo escondido del área de teatros de la Facultad. Dos amigos de Ricardo que habían llegado exclusivamente para presenciar la obra de teatro también estaban allí. El maestro salió por la parte trasera del pequeño teatro y se acercó a los actores para felicitarlos (El público - madres, hermanos, amigos - momentos antes se levantó para aplaudirlos).
- Yo me llevó esto.- dije y tomé una maleta café donde mis amigos guardaron parte de su vestuario.
- ¿Quién va a guardar las cosas? - preguntó Daniel Toledo.
- Elena ¿no? - pronunció Andrés Díaz ajustándose sus pantalones.
- Yo me las llevó a mi casa, pero acompañenme a mi carro para dejarlas.- prometió aquella chica que alguna vez me abrazó.
Dos horas antes de la obra de teatro había comprado en el mercado de Mixcoac un arreglo floral pesado y grande. Había gastado casi todo mi dinero en ello, por lo que no pude tomar un taxi. Con mi frente sudorosa y un paso dificultoso - todas las personas que cruzaban su camino con el mío volteaban hacia mí extrañadas o sonrientes, algunos niños me señalaban y algunas chicas me decían: "¿No me lo regalas a mí?" - viajé por el metro hasta Ciudad Universitaria. El arreglo floral se lo encargué al dependiente de una pequeña tienda y se lo presenté a Elena cuando la obra de teatro concluyó (aunque por un momento estuve por interrumpir el parte última de la misma y decir frente a todos - frente a la madre y a la hermana de Elena -: "Esto es para la chica más hermosa de la Facultad"). Nos marchábamos y aunque mis brazos estaban molidos por mis entrenamientos de taekwondo, yo cargaba tanto el regalo de la chica que alguna vez me sonrió emocionada y aquella maleta. Y al ver ésto ella me preguntó:
- ¿Puedes con las dos cosas?
- ...Puedo hacerlo solo.
Cinco minutos después el amigo de Ricardo, un chico alto, agradable y llamado Aarón, me cuestionó:
- ¿No quieres qué te ayude?
- ...Puedo hacerlo solo.- repetí enojado.
- Déjalo Aarón, él es un tipo rudo.- pronunció Ricardo Ruiz en un tono burlón.
Esteban Hernández apareció y al verme me informó:
- Para hacer las cosas que tú haces hay que estar o muy tonto o muy decidido.
- Yo hago siempre lo que quiero.- murmuré con los brazos temblorosos y el pecho agitado.
Caminamos rumbo a la salida de la Facultad, Elena y Andrés al principio; Laura, Daniel y Esteban después; luego, y riéndose de todo, Ricardo y su par de amigos; y ya por fin mi figura transitaba rota y estúpida. La madre de Elena salió de la cafetería escolar y platicó con los actores por algunos minutos. Para que no me viera, me escondí detrás de un pilar, sin embargo la hermana de Elena (de unos 17 años) me descubrió y al hacerlo sus ojos me miraron sin parpadear.
- Vamos a dejar las cosas en la camioneta de mi mamá. - informó aquella chica que alguna vez creí gustarle.
En el estacionamiento suspiré y agité mis manos con fuerza. Cada uno de aquellos jóvenes se despidió de Elena y yo esperé a que todos se fueran para hablar con ella.
- Estuvo muy chida la obra.- anuncié y ella, a un metro de distancia, me preguntó:
- ¿Te gustó?
- Sí.- respondí, pero la verdad era que no la había visto completa. Y entonces, con el rubor en el rostro y las palabras torpes, le cuestioné: - ¿Te gustaron las flores?
- Sí.- exclamó con una sonrisa complacida.
- ... Lo único que quiero es hacer sentir bien a alguien... No sé... - murmuré con dificultad y me acerqué a Elena para darle un beso en la mejilla.
- Adiós.- finalizó ella y caminó en dirección contraria.
Y yo, bajo un atardecer nublado, troté para alcanzar a mis amigos.

Henry Miller.

"Tenía tan poca necesidad de Dios como Él de mí, y con frecuencia me decía que, si Dios existiera, iría a su encuentro tranquilamente y le escupiría en la cara".




(Extraído de "Trópico de Capricornio" pagina 10, editorial Millenium, número 13 de la colección "Las 100 joyas del milenio", España, 1999.)

viernes, 31 de julio de 2009

Ross y Matisse.

El sol empezó a desnudarse, toda su fealdad la recibí de lleno en el rostro. Limpié la tenue capa de sudor de mi frente (que sería mucho mayor en unas horas) y dije lo siguiente:
- El Cómic es el noveno arte. Lo defiendo porque lo conozco. Más allá del repetitivo género de superhéroes, existen tantas historias tan complejas y muy bien llevadas tanto en dibujo como en guión. No sé: "Neon genesis evangelion", "Ghost in the shell", las series de"Sandman", "La familia Burrón", "V de venganza", "Persépolis", "Operación Bolívar" son un buen ejemplo que el Cómic puede ser tan elevado y hermoso como cualquiera de las otras bellas artes. ...El Cómic es mirado por muchos como infantiloide y mediocre, algo que leer mientras se está en el baño y al final limpiarse el trasero con él; y ésto es culpa de los superhéroes. Hay historias inolvidables como "Batman: Año uno" o "Días de un futuro pasado" de los X-men, pero en su mayoría, sobre todo hoy en día, un Cómic de éstos muestra guionistas torpes y dibujantes que se copian entre si. Estoy harto de esas historias basura sobre Beta Ray Bill, Black Widow, Puppet Master, Linterna verde Kilowog, Capitan Marvel, Atom, Yellow Jacket, Spawn del futuro, Suture y demás; debería pasar algo distinto. Como matar a Flash y ya no revivirlo jamás... Quizás a ustedes no les importe, no sé... deberían acercarse a algún Cómic para entenderme. ...Hay un dibujante, más bien: me atrevo a decirlo: un ¡Pintor! llamado Alex Ross. Mirar su arte es descubrir como sería un Superhéroe si fuese real. Sus trazos, tan realistas y magníficos, atrapan tu mirada y te hacen pensar que existe una Ciudad Gótica, que si vas a Londres te encontrarás con todos los mutantes de Excalibur, que de pronto verás caminando entre los edificios a Giganta y detrás a la Mujer Maravilla con su lazo de la verdad. Si quieren les puedo prestar la serie llamada "Marvels" para que conozcan a Alex Ross. Ustedes deciden... " les decía a mis hermanos mientras caminábamos por la universidad.
Nos encontrábamos en Ciudad Universitaria, porque ellos estaban por inscribirse. No conocían el lugar y yo me presté para guiarlos. No había dormido en treinta horas, sin embargo me mostraba animado. Después del tramite de mis hermanos, recorrimos casi todas las facultades. Subimos al transporte gratuito y yo fui señalando cada edificio que cruzábamos. "Esa que se ve ahí es la torre de humanidades 2, la primera está enfrente de Medicina", "Allá está la casa Puma. La recuerdo porque mi amigo Eduardo Marín alias "El Borracho" siempre la visitaba para comprar una playera original del equipo de fútbol, pero nunca le alcanzaba el dinero", "Por está dirección se encuentra la zona cultural donde, cada que hay un concurso de cuento, entrego mi material... pero siempre pierdo" les contaba no sólo a mis hermanos también a las cuantas personas cercanas y que, novatas, buscaban una dirección.
- ¿Nunca nadie se ha aventado en esa fuente? - me preguntó mi hermano y señaló la que existe afuera de la Biblioteca Central.
Yo observaba los cambios que le habían hecho al lugar, esas piedras puntiagudas en vez del pasto y las bancas de ayer. Contesté con presunción:
- Yo iba a hacerlo.
- ¿Y por qué no? - me cuestionó mi hermana.
- Porque mi amigo Juan Manuel Arriaga no trajo la cámara de vídeo. Yo quiero que eso quedé para la posteridad. ...Sólo dejen que consiga la mía y lo hago.
- ¿Quieres tu cámara para hacer estupideces? - mi hermana me miró con desconfianza.
- ¡Para hacer muchas estupideces! ...Porque yo soy un imbécil, un hijo de perra que no sirve para nada, que no existe. Y haciendo niñerías e idioteces, al menos por un momento, llamaré la atención.
En el Metro, de regreso a la casa de mi madre, compré un libro sobre Heri Matisse y mis hermanos me miraron con desprecio e indiferencia.

martes, 28 de julio de 2009

Lichtesntein y Monet.

"¿Por qué un libro de un inolvidable y definitivo Amado Nervo es más barato que el de un pretencioso y gris Jorge Volpi? ¿Por qué cuesta más caro algo de Paulo Coelho que algo de Jorge Amado? ¿Por qué el precio es mayor si se trata de Dan Brown y menor si es William Golding? No entiendo, ¿entre más mediocridad es más caro el libro, entre más contemporáneo un autor más dinero debe recibir la editorial? Y ésto no sólo atañe a la literatura, no. He buscado libros de Roy Lichtenstein y lo pocos que encuentro son dañinos para mi bolsillo; su arte, aunque interesante, es menor. Mayores - ¡Y menores en el precio! - son los Rubens, los Caravaggio, los Rafael, los Goya." me preguntaba mientras buscaba entre los libros algo de Rodin, que desafortunadamente no hallé. El joven librero que me prometió un tomo no se veía por ningún lado. "La siguiente semana ya no voy a estar aquí, me van a cambiar" recordé que me dijo y me maldije por estarme despertando a las siete de la noche estos últimos días y por lo tanto no asistir a las citas que con ciertas personas he acordado.
- ¿Me puede pasar el de Monet? - le pedí al hombre moreno, chaparro, regordete y con la cara hinchada como si hubiese sido golpeada.
Anochecía y me encontraba dentro de la línea siete del Metro, la que corre de El Rosario a Barranca del muerto. Me senté para observar las obras de Claude Monet: "El Parlamento. Puesta de sol", "Impresión. Sol naciente" (de tal pintura viene la denominación para aquel movimiento nacido en Francia a finales del siglo XIX: El Impresionismo), su serie de "Ninfeas" y sobre todo: "El paseo. Mujer con sombrilla". En la estación Mixcoac levanté la mirada porque un hombre maduro se sentó frente a mí. Observé su altura, su calvicie, sus ojeras, su piel blanquecina, su vientre abultado... Vino a mi mente un vídeo que hace días presencié, donde un hombre con las mismas características, pero ucraniano, era agredido por tres muchachos. En las orillas de un bosque, después de recibir algunos martillazos en la cara (y tener la nariz doblada y la cara totalmente roja) caía al suelo. Y allí, mientras uno de los jóvenes videogrababa, los dos restantes, por turnos, le removían las entrañas con un desarmador y le rasgaban y le metían en una cuenca ocular otra punta filosa. El hombre, delirante y torpe, movía uno de sus brazos para apartar las armas... sin lograrlo.
Bajé en la siguiente estación y caminé en la noche - ¡Una noche fría y distante! - por las colonias "8 de agosto" y "San Pedro de los pinos" en busca de problemas. Sin embargo, los únicos problemas que tengo están en mi cabeza.

jueves, 23 de julio de 2009

Maleki y Chagall.

"Imán Maleki es un pintor iraní nacido en el 78, es quizá el pintor realista más importante del mundo en la actualidad. Pero a pesar de su realismo hay cierta poesía en sus cuadros. "Deseo..." es una de sus obras más representativas, en ella podemos ver a una niña que sueña con ver el sol..." pensaba esto mientras escogía las películas que compraría. Me encontraba en el tianguis de Tepito, después de un par de meses de ausencia. El puesto es grande y presume filmes que difícilmente se encontrarán en cualquier otro (a no ser, claro, de lugares especializados donde las películas son originales y mucho más caras). Escogí "Eterno resplandor de una mente sin recuerdos", "Infierno en Bangkok", "El tigre y la nieve", "Brasil", "Las flores del cerezo", "Especial de navidad de Charlie Brown" y uno de esos vídeos clandestinos donde violan, desmiembran y asesinan a muchachos bolivianos. Quise comprar otros filmes, mexicanos sobre todo, pero me sentí apabullado por la mirada de la chica que atiende el puesto. Desde aquella vez que - como acostumbro con todas las personas que cruzan su camino con el mío - la miré de lleno a los ojos, ella abre mucho los suyos cada que aparezco.
- Gracias.- musité y ella me sonrió.
Y al marcharme pensé desesperado: "Tengo que ver muchas cosas. ¡Tengo que verlo todo!".
Una hora después me hallaba en la estación del Metro Barranca del muerto, frente a la pequeña librería que se ubica antes de descender a los andenes. Escogí el último libro que había sobre Marc Chagall y esperando encontrar otro artista antes que éste ruso, le pregunté al dependiente:
- ¿Ya no tienes a Rodin?
- No, ya se me acabó.
- ¿Y ya no lo vas a tener otra vez?
- ...No creo. ...Lo que pasa es que ya se acabaron, ya ni en la bodega hay.- el dependiente, que ya me reconoce, miró el comic que siempre lee ("La guerra civil" de Marvel) cuando no esta atendiendo y me prometió: - ...Pero creo que te lo puedo conseguir... Sí, ven otro día por Rodin.
- ¿Cuándo?
- ¿Qué te parece el viernes?
- ¡Es un trato!
Bajé por las escaleras eléctricas mirando la portada del libro, donde se ve "Los casados de la torre Eiffel" y por alguna razón recordé a una amiga de la Facultad llamada Valeria. Vino a mí su belleza discreta, su forma de reír, su desparpajo y su gran animosidad. Y me di cuenta que me ha gustado desde siempre, que estando cerca de ella nunca me sentiré deprimido: ¿Quién podrá enojarse mirando a una chica sonreír así? Recordé, también, la vez que en una clase de actuación le miré la espalda desnuda (tan frágil y tan limpia) y la parte trasera de su sostén negro. Transitaba por el andén y padecí una erección. La cubrí torpemente con mi libro de Marc Chagall, sin embargo una señora robusta y guapa, que iba en dirección contraria a la mía, notó lo que me había pasado. ...Nos miramos... Sentí un dolor en el pecho y ya no pude seguir caminando. La señora me rebasó y volteó a verme como si estuviera loco. Y quizá si lo sea.
Estoy loco ¡¡Y esta es mi locura!!

domingo, 19 de julio de 2009

Siqueiros y Warhol.

Salí del Metro Bellas Artes justo cuando dejó de llover. Algunos muchachos morenos y chaparros vendían paraguas, un anciano realizaba retratos a lápiz y allá, lejos, la policía montada no miraba hacia abajo. Entre la multitud sentí que no tenía un rostro, agaché la cabeza para que nadie mirara mis ojos.
El Palacio de Bellas Artes, inexpugnable y fastuoso, me recordó lo pequeño que era, ¡Lo banal que son mis letras! Contemplé aquellas aristas y concavidades, los vitrales y las esculturas, cada esquina y cada arco. Miré las jardineras y las fuentes, los turistas que no se cansaban de sacar fotos y los tantos otros que pasaban a un lado, apresurados, rotos, sin mirar nada ni a nadie. Y entonces tuve miedo: He pasado cientos de veces frente a esta construcción, he visto un cortometraje que lo ensalza, que lo muestra por dentro; he leído sobre lo que se expone y lo que se le ofrece a cualquier visitante, aquí he ubicado algunas de las acciones de mis escritos, lo considero como el edificio más hermoso de la Ciudad, del país incluso, pero ¡Nunca he entrado al Palacio de Bellas Artes! "No debo morir sin visitarlo, admirar los murales de David Alfaro Siqueiros que se encuentran dentro" pensé esto a diez metros de la entrada, inmóvil y con la cabeza levantada.
Y de repente un muchacho se me acercó.
- ¿Me permites un momento? - me preguntó y noté su delgadez, su cabello despeinado, su piel morena y maltratada, pero sobre todo su fealdad. El muchacho prosiguió: - Sé que estoy feo, pero no te preocupes, no te voy a hacer nada.
Reí como no lo había hecho en el día y aquel sacó de una bolsa un muestrario hecho de tela donde exhibía veinte pulseras de colores variopintos y del mismo material.
- Yo las hago.- me presumió y de inmediato le contesté:
- No... - le mostré mis muñecas - Yo no uso eso, nada en el cuerpo. ...Lo único que quiero es ser libre.
El muchacho feo me miró como si fuese un extraterrestre y luego me propuso:
- Comprale una a tu novia.
Mis ojos se entrecerraron y con una voz cavernosa finalicé:
- No... tengo... novia...
- Bueno, ¡Gracias! - pronunció y de inmediato se acercó a otros posibles compradores.
Traté de recordar que es lo que hacía parado frente al Palacio de Bellas Artes, para que había salido al centro de la Ciudad, cuando escuché que aquel volvía a decir:
- Sé que estoy feo, pero no se preocupen, no les voy a hacer nada... Bueno, sólo darles un beso a cada una...
Solté una carcajada y le di la espalda al edificio que año con año se hunde cada vez más. Corrí hacia una librería, pensando en Marilyn Monroe repetida hasta el hartazgo y en colores tan vivos como molestos. Compré un libro sobre Andy Warhol y poco antes de que pagara, en un monitor que colgaba del techo, comenzó a reproducirse el videoclip más importante de la historia: "Thriller" de Michael Jackson. Me emocioné, pero no por la canción o por aquel baile inolvidable: Una adolescente de unos 18 años abrazaba por la espalda a su hermanito, ambos miraban embobados aquel vídeo y ella, al sonreír, detenía el tiempo con el fulgor de sus ojos azules. "Mirame... mirame... mirame..." deseé con fuerza al pasar a un lado de ella.
Salí de la librería. Y caminé por la calle Francisco I. Madero hasta el Zócalo, hasta la casa donde vivo, ¡Hasta la noche!, sin que nadie me mirara otra vez.

jueves, 16 de julio de 2009

Carrington y Rubens.

Hace unos días veía en Internet una foto de Leonora Carrington cuando era una jovencita. Vi otra donde estaba junto a Max Ernst (un pintor alemán surrealista). Y supe que tal hombre maduro fue su amante. Ella tenía diecinueve años cuando se fugó con él. ¿Debo envejecer para ser atractivo? ¿Siendo un intelectual llamaré la atención de las muchachas adineradas? ¿O tal vez no debería ser tan exigente y aceptar a la que venga para experimentar un primer noviazgo, un primer beso, una primera vez?... "Leonora Carrington, nacida en Inglaterra, pero enamorada de México, es una pintora de la que debo conocer mucho más, incluso conocerla en persona" pensaba esto al momento de comprar un libro sobre Peter Paulus Rubens. Caminé, con mi paso tranquilo y decidido, por avenida Revolución, al sur de la Ciudad de México. El atardecer me dotó de belleza y amabilidad. Quise sonreírle a todo el mundo, pero temí que alguien se burlara de mí. Observé las aceras, las calles que se sucedían limpias y tranquilas, atento... atento... Contemplé las estructuras de los edificios de negocios, los de viviendas, la cúpula de una iglesia, atento... atento... Miré con detenimiento los autos estacionados, las ventanas de algunas casas, las personas que me rebasaban con indiferencia...
...Algún día volveré a encontrarte, algún día todo cambiará...
Y de repente me encontré a mi gran amigo Jorge Mora, alias "Ace". Venía del trabajo y sonrió al descubrirme.
- ¿A donde vas? - me preguntó.
- A donde sea.- le contesté en un susurro - ¿Y tú?
- A mi casa.
En vez de tomar un transporte decidimos caminar. Lo hicimos durante veinte minutos, hablando de otros lugares, otras personas, otros tiempos más ideales para ambos.
- Hay veces que quiero ir a visitarlos a todos ustedes, pero pienso que tal vez ya no vivan en el mismo lugar. O ustedes no me reconozcan. Una tarde iba ir por Pallares, por el "Pepeluche" y por ti para ir a jugar fútbol en el deportivo aledaño a la prepa.- le platiqué, emocionado de ver otra vez su cara.
- Pallares se fue de mojado. A Washington.- "Ace" me informó con cierta nostalgia.- ...Y ya no va a regresar.
- Shit.- susurré apenas.
- ...Y ¿Tú que haces? - Jorge mora evitaba mirarme el rostro, sólo veía hacia el frente.
- Estoy en Ciudad Universitaria estudiando Letras. Pero a veces me aburro. Quiero otra cosa, algo más intenso. - mis ojos se llenaron de rencor - Pedí mi cambio para Teatro, pero no me lo dieron. Entré a algunas clases como oyente y me di cuenta que no tengo gracia. Mis amigos de teatro cantan, bailan, son muy inocentes y simpáticos, pero yo soy una piedra filosa.
Aquel chico testarudo, grosero, trepidante, había cambiado. Ahora Jorge Mora se presentaba ante mí mucho más centrado, más maduro, más convencional en sus gustos y en sus actuares. Chocó su puño con el mío en una avenida y cuando lo vi alejarse me maldije por no haberle preguntado que era de su vida.
Y cuando apareció un microbús, sin ver a donde se dirigía, decidí abordarlo: bajé al anochecer en las periferias de la estación Observatorio del Metro.

miércoles, 15 de julio de 2009

Renoir y Modigliani.

Hace un mes compré un libro sobre Pierre Auguste Renoir, pintor impresionista francés, porque un cuadro suyo desde hace algunos meses me mantiene hipnotizado. El cuadro es "El baile en el Moulin de la Galette" y al contemplarlo me inspiré para crear un pequeño relato que vendrá en un novela que llamaré "Días de juventud", que tratará sobre los amigos que alguna vez tuve y que por el momento he suspendido (la retomaré en dos semanas). Tal cuadro, también, me motivo para escribir una novela corta sobre una niña y un crimen, que terminé en un mes y que ahora paso a la computadora. La llamó "La luz entre las hojas" y me di cuenta que a pesar que busque temas cándidos, tiernos, esperanzadores para mis escritos, siempre termino abrazado a la Fatalidad.
Evito el sol para caminar por la sombra.
Hoy salí a la Ciudad en busca de un libro sobre Amedeo Modigliani. Al tenerlo en mis manos y observar "El retrato de Jeanne Hébuterne (sentada en una silla)" decidí vagar por el Metro. Pasé por las estaciones "Chabacano", "Zapata", "Puebla". De "Pantitlán" fui hasta "Mixcoac". De "Ciudad Universitaria" llegué hasta "Canal de San Juan". De "Zaragoza" me dirigí a "Tacubaya". De "Bellas Artes" viajé hasta "Oceanía". Siempre en espera de que pasara algo, de tener mucha más experiencia y así ser más viejo y así estar mucho más lejano. ...Pero no pasó nada, ¡Nunca me pasa nada!
Estoy escribiendo un cuento sobre una quinceañera y todo lo que vive en su celebración (desde que abre los ojos en la mañana hasta la madrugada); el cual he llamado "Una nube al borde del cielo". La acción la he ubicado en una zona de la Ciudad de México tildada como violenta y que según los dirigentes de la delegación donde se encuentra, es el barrio más grande de América latina tanto en extensión como en pobladores: La Agrícola Oriental. Bajé en la estación del Metro del mismo nombre para recorrer y reconocer el sitio que describiré en un papel. Llevaba mi libro de Modigliani bajo el brazo y las manos metidas en los bolsillos de mi chamarra negra. Anochecía y mi paso, más que lento, era contemplativo. Buscaba una iglesia - que es necesaria para la trama de mi cuento - y tan sólo cruzar las primeras dos calles, atravesando para llegar a la tercera, un taxi avanzó en reversa contra mí. Me enojé y le solté un puñetazo a la cajuela. El taxista - que en un principio iba pasar de largo, pero se arrepintió y dobló en la esquina - me dijo lo siguiente:
- ¡¿Qué te pasa ?! ¡¡No ves que estoy dando la vuelta!!
A lo que contesté:
- ¡¿Qué te pasa a ti, mierda?!... - y sin dudarlo, añadí: - ¡¡Bájate!!
El taxista aminoró la marcha. Afilé mi mirada y volví mis manos puños. Preparaba mis piernas para volverlas látigos cuando el taxista reflexionó, susurró algo que no entendí y se marchó. Y yo volví a gritarle:
- ¡¡Regresa aquí, imbécil!!
Cuando salgo a la Ciudad nadie sabe a donde me dirijo; No llevo conmigo reloj o cadenas o cartera o una identificación, no tengo celular y mucho menos la credencial de elector (lo único en mis bolsas son dos llaves, algún dinero, una pluma y un papel). Si aquel taxista hubiese llevado una pistola o hubiera regresado a su casa para traerla o en busca de algunos amigos mucho más violentos, quizá yo terminaría desangrado bajo una banqueta, muerto de cara al cielo nublado. Y cuando alguien recojiera mi cuerpo y llenara un informe me llamaría "Desconocido". Sería enterrado en una fosa común porque nadie me identificaría. ¡¡Nadie nunca me reclamaría como suyo!! ...A veces pienso que ese será mi final, el mejor que puedo tener.
Y pensando en esto y como mi costumbre: me adentré a una calle solitaria y oscura. En la acera contraria había una fabrica en desuso; las casas al otro lado, a pesar de su buen aspecto, parecían abandonadas. Y además de mí sólo había un joven, que caminaba diez metros adelante. Mi paso no varió en su calma y contemplación; y tal vez por ésto cuando aquel muchacho volteó hacia atrás y me descubrió, se alteró. Miró algunas veces hacia mí, tratando de reconocerme. Por fin se detuvo y esperó a que lo alcanzara. Sus ojos fueron inquisidores y los míos no dejaron de mirarlo. Pasé a centímetros de su cuerpo alto, delgado, vestido con ropas holgadas y gorra. Tenía un plumón en la mano (seguro que era grafitero) y olía a mariguana. Volteé a verlo con el rostro irritado y la ceja derecha levantada. Seguí caminando suavemente y él me siguió de igual manera. "Sólo dime algo, lanza el primer el golpe, ¡Dame un pretexto para reventarte los codos y hundirte la nariz!" pensé y estuve atento a su sombra. Luego de tres minutos en un silencio tenso arribamos a una avenida. Y la luz, una niña que arreglaba su bicicleta y una tienda con maquinas, nos separaron. Aquel joven drogado, de aspecto agresivo, quedó atrás. No tan atrás como mi niñez tímida y maltratada, como mi cuerpo golpeado y mi voz chillona.
De repente comenzó a lloviznar, pero aún así mi paso continuó inmutable, suave y contemplativo.

domingo, 12 de julio de 2009

Humo entre los dedos. (Parte final)

...
¿Cómo lo hacía?
Armando Cano vestía con ropa deportiva negra o azul marina cuando iba a robar. Cubría su rostro con una máscara antigás de uso exclusivo del ejercito (y sobre todo para una posible guerra bacteriológica) y que había comprado en un tianguis de chacharas ubicado en Santa Martha Acatitla. Las primeras tres veces llevó puesta una gorra, pero la extravió luego de salir de una tienda de videojuegos y echar a correr. Y por último cargaba un morral negro donde, además de esconder los pequeños objetos que robaba y su máscara antigás, transportaba sus gases.
Con muy poca inversión, incluso con productos del hogar, producía gases muy profusos o lacrimógenos. Antes de acceder a la tienda en cuestión lanzaba las pequeñas latas y cuando explotaban entraba y cerraba la puerta de inmediato. Si había policía lo desarmaba después de pegarle en la cabeza. Un día antes del atraco se aparecía para observar el lugar e identificar lo que robaría. Así, entre humo y clientes que lloraban, miraba el camino sin que de verdad lo hiciera. Y tras el robo corría desesperado si veía gente en la avenida o de lo contrario su paso sólo era veloz, hasta llegar a una esquina y pedir un taxi.
Aquel sábado al atardecer pensó robar unas zapatillas de fútbol. Le gustaba ver cualquier partido de fútbol y era un jugador prominente en los videojuegos, pero era muy torpe e iracundo al practicar dicho deporte. Quería aquellos tenis no sólo para vendérselos a uno de sus amigos, también porque en la tienda había una dependienta, que además de guapa, poseía unos senos enormes. Pensaba manosearla y apretarle los pezones durante diez segundos.
Y así lo hizo.
Armando Cano, alias Humo, tenía las zapatillas guardadas en el morral y le susurraba una obscenidad a la sumisa y a la vez excitada dependienta cuando escuchó que el vidrio de la puerta de entrada se rompía. Volteó y allí, difuminada por el humo, una figura oscura y enorme se acercaba.
Lo siguiente pasó muy rápido: Armando Cano, que nunca había participado en una pelea, ni siquiera intentó defenderse. La figura oscura y enorme no emitió ningún sonido, no titubeó en ningún momento como si aquello que hacía lo hubiese hecho una infinidad de veces. Lanzó tres patadas con la pierna derecha, fueron tan veloces, fuertes y precisas que en vez de tres movimientos pareció uno solo. Primero enterró la pierna en el abdomen; después, con una patada circular y pegando con el empeine, hizo voltear la cabeza a un lado; y ya por último barrió las piernas. Armando Cano, alias Humo, cayó sentado en el piso; su nariz sangró más cuando la figura oscura y enorme le arrancó con brutalidad la máscara antigás. Luego le arrebató el morral. Lo abrió y al notar que sólo llevaba las zapatillas de fútbol, permaneció inmóvil. Armando, ahogándose con la sangre y el gas lacrimógeno, no pudo distinguir el rostro de su atacante. Lo único que vio fueron sus ojos profundos y ofendidos. Al instante siguiente la figura oscura y enorme le aventó sus pertenencias en la cara y se marchó de allí.
A duras penas Armando Cano escapó de la tienda. Tomó un taxi, pero vomitó dentro y el taxista lo sacó a patadas. Trotó hacia su departamento con la ropa manchada de sudor, sangre y vomitada. Y al notar que las personas le abrían el paso mirándolo con asco, juró que si volvía a robar llevaría una pistola.

sábado, 11 de julio de 2009

Humo entre los dedos. (Parte inicial)

Esto es para mi primo Beto, porque cuando yo estaba por entrar a mi adolescencia y él por salir de la suya, y quizá intuyendo que yo no tenía dinero para comprarlos, me prestaba sus comics de Superman y de Batman. Y ahora, aunque ya casi no nos vemos y mucho menos nos hablamos (él tiene una familia y preocupaciones más importantes que hablar conmigo y yo no me acerco a él porque no quiero meterle ideas locas en la cabeza), yo le prestaría los tantos comics que tengo.



Humo: es como lo llamaban los policías de la delegación Tlalpan, donde había aparecido todas las veces. Era un ratero curioso, casi inocente, por lo que su presencia en los medios de comunicación era casi nula (Quizá, y gracias a su método criminal, en unos mese llegaría a las pantallas). Había hecho once robos durante casi cinco meses. Aparecía los sábados o los domingos en las tardes y sólo en tiendas ubicadas en la calzada Acoxpa, en el anillo Periférico o en la calzada de Tlalpan.
¿Quién era?
Se llamaba Armando Cano y tenía veintisiete años. Era delgado, alto y moreno y tenía los ojos tan juntos que parecía bizco. Había estudiado química en la UAM Xochimilco y después de cinco años se había graduado con 8.2 de promedio. Hasta el año pasado vivía con sus padres y sus dos hermanas menores (las cuales eran madres solteras). Ahora rentaba un departamento pequeño y discreto en la colonia Las peritas, a unas calles de la estación La noria del tren ligero. En su nueva dirección había hecho algunos amigos (de hecho en cualquier lugar donde se paraba simpatizaba de inmediato y sólo con hombres, pues las mujeres se alejaban pensando que era un misógino y que le apestaba la boca). Y cada viernes quincenal todos se dirigían a un table dance ubicado en el Centro de la Ciudad llamado "Vida salvaje" (donde Armando había hecho cierta amistad con una bailarina chilena que había venido a México soñando con ser actriz de telenovelas y que siempre escogía para que le danzara en privado). Y después, borrachos y cada uno sólo con un billete y unas cuantas monedas en la bolsa, iban con las prostitutas de la Merced.
Armando Cano trabajaba en un laboratorio que creaba cosméticos baratos. Él se encargaba de producir perfumes; los cuales eran vendidos a empresas que ponían anuncios rimbombantes en el periódico ("¡Gane 50 mil y trabaje desde su casa!", "¡Gane mucho dinero con actividades sencillas!", "¡Sea su propio jefe"!), llamando a cualquier incauto a sus oficinas y ya allí, tras una charla motivacional, los hacían comprar dichos artilugios prometiéndoles darles trabajo (y el gran sueldo) si los vendían después de un tiempo limitado.
¿Qué robaba?
Armando Cano había decidido estudiar química luego de que en la preparatoria llegó a sus manos un libro escrito hace muchos años. Era "El perfume" de Patrick Süskind y trataba sobre la vida de un asesino que no tiene olor propio, pero tiene el olfato más poderoso del mundo. Tal historia lo marcó profundamente. Y al igual que aquel antihéroe, planeó crear el perfume más atrayente de todos. Que al ponerse unas gotas en el cuello cualquier mujer lo tomara de la mano y ya no se quisiera soltar. Y para tal quimera, sus experimentos y el material, necesitaba mucho dinero. No era una persona ahorrativa; cada quincena perdía la mitad de su salario en prostitutas y teiboleras, y la otra mitad la gastaba en su nueva vivienda, y ya por fin lo que le sobraba lo invertía en su muy lejano sueño.
Él era un joven apasionado por el rock, los videojuegos y el fútbol. Al no tener dinero, pero si muchos deseos, decidió robar ciertas cosas para su diversión. En sus once robos sólo una vez vació la caja registradora (y es que su madre había sufrido un infarto y estaba internada en un hospital privado); las restantes ocasiones tomó de uno a diez objetos por vez: una consola de videojuegos, una guitarra eléctrica, un saxofón, un tocadiscos, cinco memorias que guardaban discografías completas de mil grupos distintos, un traje de realidad virtual, una chamarra de cuero, los guantes autografiados de un portero ya muerto llamado Adolfo Ríos, etc...
...

jueves, 9 de julio de 2009

Goya y Schiele.

Hoy caminaba por la Ciudad de México bajo una tarde tan caliente como mis puños.
Mi paso - ¡El paso de un ciclón! - me dirigió hacia la preparatoria donde dejé abandonada mi adolescencia (más bien: una chica se la robó). Era obvio que los recuerdos abrazarían mi cuerpo, que mis ojos se nublarían y que mi cabeza se caería de mis hombros... pero no lo permití. Fruncí el entrecejo y apreté los dientes. Si la chica de porte majestuoso en la acera contraria o el joven con la mirada felina que caminaba metros atrás mío o los novios que de pronto se peleaban, que de repente reían como niños y que estaban por rebasarme; me llamaban por mi nombre, yo me enojaba mucho más para que desaparecieran. Elizabeth Pérez Pérez, Mauricio Cuellar, Jessica Rosales y Ernesto Villaseñor no estaban allí... ¡Estaban muertos! Y a pesar que ya no deseaba permanecer más tiempo en tal lugar, mi caminar fue lento y contemplativo.
Compré un libro sobre Francisco Goya y otro sobre Egon Schiele, quedé prendido de "El 3 de mayo de 1808" (obra del primero) y de "La muerte y la muchacha" (obra de un austriaco que sólo vivió 28 años). Y entonces tomé una decisión: le romperé el cráneo con una patada al primer ratero que se cruce en mi camino.

jueves, 2 de julio de 2009

Degas y Munch.

Hoy caminaba por la Ciudad de México, bajo un atardecer tan gris como mi vida.
Mi paso solitario de pronto se halló dentro del metro y por delante mío una pareja de novios se sostenía de las manos de tal manera que parecía que si se soltaban el andén se partiría en dos. Eran jóvenes, tanto como algún día yo también lo fui (a veces creo que soy el muchacho más viejo de la tierra). La chica era delgada y llevaba puestas unas botas verdes que la hacían ver imponente. El novio era moreno, de cuerpo atlético. Y ambos llevaban mochilas como si estuviesen por iniciar un viaje (¡Que es el amor sino, antes que la muerte, el viaje más trepidante de todos!). De repente el suéter que el joven llevaba sujeto en la mochila se cayó. La novia se apresuró a levantarlo y al entregárselo le sonrió. Tal gesto de ternura hizo que mis ojos se entrecerraran y que mis manos se volvieran puños. Recordé a todas las chicas que alguna vez voltearon a verme, sus siluetas, sus cabellos, su juventud.
Amores pasados: ¡Que tristes, vetustos y quebrados se han vuelto!
Caminé lento para poder espiar a aquellos novios, aprecié la forma como se miraban, la forma de sus cuerpos, la forma de sus sombras. Y ellos en ningún momento supieron que un loco iba detrás.
Había comprado unos libros sobre Edgar Degas y Edvard Munch y los llevaba bajo el brazo. De pronto imaginé la vida cotidiana de éstos artistas, ¿Qué habrán sentido al caminar por el mundo? ¿Cuántas mujeres amaron en secreto? ¿Cuánta atención recibieron cuando eran jóvenes?
En una intersección del camino los novios perdieron presencia, sin remedio cayeron por un par de grietas. Y yo, el Extraño de la noche, el Loco en un mundo cuerdo, el Solitario combatiente, alcé mis libros para que la gente los mirara. Esperé que alguien, ¡quien fuese!, se acercara para hablar conmigo sobre Pintura, una de las artes que empiezo a conocer.
Sin embargo nadie me habló.

lunes, 22 de junio de 2009

Una ancla llamada Mujer.

Para aquellos que les hizo sentir añoranza o desolación la película de Gus Van Sant: "Paranoid Park". A mí, además de las sensaciones escritas antes, me hipnotizó. Lo a continuación escrito lo hice un año antes de que dicha película fuese estrenada (2007); si hubiese sido al revés mi relato hubiera resultado intenso y no la mierda que es.




Un revoltijo de colores, de texturas. La luna sentada a la mesa. Tres personas abstractas. Niños que lloran música. Cruces, tumbas, tierra. El vértigo que acompaña a los finales trepidantes. Y la luz...
Alessandro Centeno abre los ojos. Despierta.
Son las once de la mañana de un martes cualquiera y él permanece absorto mirando al techo. El techo se transforma en rostros conocidos: su hermana menor: Fabiana, su madre, el esposo de su madre, su padre, Cori, Zyen, Macre, el Abuelo, Susex, Malena, DJ Shadow, el Santo, Eva Angelina...
Media hora después se levanta, pero no arregla su cama. En la sala del departamento donde vive sólo con su padre prende el televisor. Al no encontrar algo digno de atención apaga el aparato. Enciende la computadora y en Internet accede a paginas de skatebording o de vídeos musicales o de asesinos seriales o en último caso entra a salas de chat.
Tras unos minutos Alessandro Centeno se recarga totalmente en el respaldo de su silla, posiciona su cabeza de tal manera que puede mirar el techo. Se estira un poco más y su cabeza llega más atrás, y de manera inversa puede contemplar gran parte de la sala del departamento. Allí está una mesa, unos sillones, un ventanal. Allí está un reproductor de vídeo, un calendario, una foto inmensa donde casi toda su familia del lado paterno se encuentra. Y se le puede ver a él cinco años más joven, en una esquina, y aunque sonríe como nunca antes lo había hecho, dos de sus tíos lo ocultan casi por completo.
Cuando dan las 12:30 de la mañana Alessandro se desnuda. Guarda su delgadez bajo una ducha fría. Luego de treinta minutos emerge y seca rápidamente su piel blanca, su cabello castaño, su rostro de expresión enérgica. Come cualquier producto empaquetado que encuentra en el refrigerador y en la alacena. Y mientras lo hace recoge el billete que su padre le dejó en la mesa.
Su padre es dentista en una clínica del ISSTE. Casi no se ven, casi no se hablan. Aquel trabaja en la mañana y Alessandro va a la escuela en la tarde. Y aunque el fin de semana podrían pasarlo juntos, su padre visita a su abuela o va a la iglesia y él se dirige a cualquier parte de la Ciudad a patinar. Su padre hace de comer, realiza quehaceres domésticos, compra lo que el departamento le demanda, le deja dinero en la mesa para sus gastos personales; Pero aún así Alessandro permanece indiferente. Que la vida fluya sin diques, que su padre se canse más, envejezca, muera; y él aproveche la oportunidad que venga - Alesandro creé que habrá una - para salir de aquí. Teme que la soledad que lo acongoja agrande su talla. Le arrebate el piso y lo obligue a flotar hasta llegar al sol y consumirse. De ser así él saldrá desesperadamente a la calle en busca de una ancla llamada Mujer.
Alessandro toma su mochila - grande, mugrosa y negra - y su patineta. Cierra la puerta del departamento y al comenzar a bajar las escaleras del edificio decide que, en vez de entrar a su primera clase, irá a patinar un poco en el deportivo aledaño a la preparatoria. Cuando está en la avenida, rodeado de tantos testigos, pone la patineta en el piso y tras un breve impulso se monta en ella. Se aleja, la brisa toma el lugar de sus ojos, su boca se llena de alegría. Sigue, prosigue, continúa: Alessandro Centeno sólo se detiene cuando nadie lo ve.

lunes, 15 de junio de 2009

Nunca te haré llorar.

Ayer caminaba por la calle con mi primita Itzemitl Sarahí. Íbamos tomados de la mano sin pronunciar palabra alguna. Ella iba ataviada con una esperanza que - ¡ojala que no! - será desgarrada dentro de unos años, en su regazo cargaba un osito amarillo de peluche. Yo transitaba con la actitud intensa, mi mente domeñada por el recuerdo de una chica de ojos verdes y mis pies, más que provocar pisadas, provocaban entierros... ¡Poco a poco me despedía de mi pasado!... Me despido de él y nadie le dará un adiós conmigo. El ocaso, escoltado por un ejercito de nubes, maravillaba la cara de la Ciudad de México, le otorgaba misterio a nuestras jóvenes figuras:
¿A dónde iremos a parar?
Y de pronto le pregunté a mi primita de cinco años de edad:
- ¿Quieres que te compre algo en la tienda?
Entramos en la primera tienda que vimos. A pesar que no llevaba mucho dinero le dije que escogiera lo que quisiera. Itzemitl escogió una bolsa de papas al igual que yo. En la ventanilla donde se pagaba no encontré a nadie. Volteé hacia una de las dos entradas del lugar donde estaban platicando un par de señores. Creí que uno de ellos era el dependiente cuando de repente una voz quebradiza me dijo el precio de lo que habíamos escogido. Regresé los ojos hacia la ventanilla y observando mejor, descubrí a una adolescente güera, delgada, de una belleza mesurada, que estaba sentada en una silla muy pequeña. Su voz había sonado forzada, como si ella no quisiera que alguien estuviese allí en ese momento.
¿Por qué?
Lloraba. Alguien la había hecho llorar. Se contuvo cuando le pagué, pero sus ojos aún eran pintados por las lágrimas. Una de ellas corrió por toda su mejilla y, suicida, se lanzó hacia el billete que yo le había robado a uno de mis amigos. La adolescente me dio el cambio y de inmediato le pregunté por pañuelos desechables. Los buscó y me ofreció el paquete pequeño. Volví a pagar, pero esta vez no recibí cambio. Le di a mi primita Itzemitl su bolsa de papas y con un movimiento rápido saqué uno de los pañuelos desechables. Se lo entregué a la adolescente mientras decía lo siguiente:
- Toma. No me gustan tus lágrimas.- y la miré con intensidad.
Ella, que había evitado verme todo el tiempo, giró sus ojos cafés y encontró frente a sí un rostro extraño, serio, salvaje. Trató de sonreír, de agachar la cabeza, de hacer una mueca de disgusto... al fin no hizo nada. En sus pupilas la perplejidad se volvió fascinación. Y luego nada... Las hojas heridas por el otoño cayeron hacia la banqueta, cubriendo los orines y la sangre, el sudor y las lágrimas.
- Gracias... - la adolescente susurró y se limpió los ojos.
- No permitas que te dañe.- pronuncié con una voz mucho más vieja de lo que yo seré algún día.
Salimos de la tienda. Mi primita Itzemitl y yo abrimos nuestras bolsas de papas. Caminamos y comimos por la avenida. Ella con su oso amarillo de peluche en el regazo y yo reafirmando mi promesa: me iré a la tumba sin haber llorado otra vez.
Arriba, el cielo por fin se despejó.

sábado, 13 de junio de 2009

Fuego antes del amanecer.

Las navidades transcurren sin importancia para mí. Para otros el vendaval consumista los asfixia y los atavía de falsas aspiraciones. Miro las calles atragantadas con luces, el rojo y el blanco violan mis ojos hasta que quedo ciego. Cuando recupero la vista veo carteras vacías y hambre en niños que no tienen padres.
La navidad no significa mucho para mí, sólo es otro ritual en el que no pienso participar.
Llega año nuevo y entre toda mi familia yo soy el único que continúa despierto (¡Nunca podré cerrar los ojos!). Son las cinco de la mañana y hay adolescentes borrachos en la calle. Trato de escribir la primera novela que llevaré a concurso, pero sus risas ebrias me distraen. Recuerdo a mis amigos - ahora desperdigados por la Ciudad -, las fiestas en las que estuve, las chicas que trataron de atraparme con su mirada y las tantas cervezas que rechacé. De pronto alguien grita "¡Fuego!" y, en un principio, nadie le creé. Tengo curiosidad y corro hacia la azotea para ver de que se trata. Bajo un cielo despejado, realmente oscuro - ¡Nunca está más oscuro que antes de amanecer! -, una casa a unos veinte metros de la de mi madre se incendia.
¿Por qué?
a) Por los cohetes. b) Alguien hizo una fogata y perdió el control de ella. c) Todo fue gracias a una sobrecarga eléctrica. d) Cayó un rayo sobre los cables de luz. e) Un pirómano quiso empezar de la mejor manera el año.
Presencio un incendio desde la azotea de la casa de mi madre y sólo espero que una llama llegue hasta acá, que el fuego se expanda y todo el materialismo se vuelva cenizas. Que nadie llore y que el olvido me trague lenta, pero definitivamente.
...Los bomberos llegan y aunque pronto soterran el fuego con agua, mis ansias por autodestruirme se incrementan.

jueves, 11 de junio de 2009

Un megatón sobre la Ciudad de México.

Abril. Los días son calurosos, con un bochorno humillante, asqueroso. Pero las noches, está Noche, la frescura invade mi mundo, alentándome a reír. El viento es excitante... Pero la vida es monótona.
Me he sentido asqueado por la vaguedad de los meses pasados. He querido salir a buscar problemas, ¡aun más problemas de los que ya tengo!, pero la cobardía, por el momento, aprisiona mi cuerpo.
Una tarde, dos semanas atrás, encontré saliendo de la estación Mixcoac del metro a mi amigo Omar Ronquillo alias "Viajes". Notó que ya no tengo el pelo largo (casi nadie nota cuando me lo corto o me cambio de peinado), notó que ahora mi cabello es muy corto y que me lo peino simulando una cresta de gallo. Viajes y yo hablamos sobre los médicos, que ellos tienen el poder, que son los dioses en la tierra porque pueden salvar vidas. De pronto me sentí turbado, que perdía el equilibrio; y no porque no había comido nada en todo el día o porque la temperatura aumentaba en grados enajenantes, sino porque Viajes, en un susurro, reveló:
- Esto es un secreto... El sida se propaga rápidamente. Tanto que con un beso puedes estar infectado. Sólo que los gobiernos lo niegan para que no haya un pandemónium.
Estábamos en una base de autobuses esperando la salida del que llevaría a Viajes a su casa. Y mi estomago gruñió salvajemente cuando descubrí que en la fila contigua a la que nosotros nos hallábamos, una mujer güera, guapa y delgada, me miró con interés sexual. Quizá por ello, quizá por mi falta de alimento o por la inclemencia del sol, comencé a decir idioteces (Dije: "La libertad sólo vive en las mentes de los hombres"). Y cuando creímos que una bomba atómica de un megatón caería en la Ciudad de México, Viajes se despidió de mí.
Llegué a la casa de mis tíos. Comí. Bebí. Me sentí fuerte, guapo, listo para cualquier tipo de aventura...
Pero no hay más. No hay nada. La monotonía se clava en mi garganta. Lo único que puedo hacer es escupir.

jueves, 4 de junio de 2009

La niña que correteaba helicópteros. (2 de 2)

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La memoria da giros. Se excita, se acelera y me lleva hacia el último día que vi a Wendy. Es un sábado en el Centro de la Ciudad de México. Algunos maestros han enviado a sus alumnos a presenciar una obra en el Teatro de la Ciudad (también llamado Esperanza Iris). La representación termina y todos los nuevos adolescentes salen en estampida y pueblan la calle de Donceles; gritan, comentan, deciden que harán después. Mi cuerpo atlético y mi mirada desdeñosa se caen, vuelvo a ser aquel párvulo flacucho, con los ojos tímidos y la expresión ingenua. Mi valentía, mi rencor, desaparecen y otra vez soy el niño abusado por su familia, por sus amigos, por la escuela y por todo aquel que cruzara su camino con el mío. Otra vez el niño siempre despeinado, que no entendía sus cambios fisiológicos, que se bañaba cada tercer día, que le robaba billetes de quinientos pesos a su madre y que buscaba matar animales.
Wendy sale del teatro. Lleva pantalón de mezclilla y una playera muy corta y ajustada. Su cabello largo cae con delicadeza hacia sus hombros. Es negro y brillante. Sus ojos son enormes y su boca parece estar hecha de sangre. Voltea hacia un lado y luego hacia el otro, desorientada. Por fin localiza a sus amigos y antes de encaminarse hacia ellos un helicóptero cruza lentamente la Ciudad de México; vuela bajo, desplomándose. Su cola está en llamas y su hélice va perdiendo fuerza: sus cuchillas, antes miles, ahora son cientos, decenas, pronto sólo serán cuatro. Y antes de que se colapse contra la antigua Cámara de diputados, Wendy alza la cara y sus ojos relampaguean. Ya no corre, ya no persigue con todas las fuerzas de su vida. Sólo sonríe y con su sonrisa puedo entender que ¡Nunca nada es igual!
De repente alguien palmea fuertemente mi cabeza. Me doy cuenta que tengo abierta la boca y que mi pulso está acelerado.
- Vamos a ir a Chapultepec, ¿vienes? - me pregunta Alan García alias "El Mosca".
Volteo hacia mis amigos (hacia Cristopher, Marcos, Octavio, Trejo) y aunque sé que ellos se burlarán de mí y me harán pasar situaciones demasiado vergonzosas, los sigo porque no quiero quedarme solo.
Estaba solo en un atardecer de domingo y clavé la mirada en la mujer que alguna vez fue mi compañera de grupo de la primaria. Ya no era tan alta, ni delgada, ni bella como la recordaba. Había engordado algunos kilos, tenía el rostro demasiado maquillado y algunas arrugas en su frente eran imborrables. Y aunque yo nunca había dado un beso en la boca, ella estaba casada y tenía un hijo. Wendy volteó hacia mí y no me reconoció (el niño que era ya estaba enterrado). Por un momento creyó que le coqueteaba, pero al darse cuenta que mi mirada estaba más allá de eso, se desentendió de mí apenada.
Si yo quería llegar a la casa donde vivía tenía que bajar en la terminal. Sin embargo bajé una estación antes. En la calle metí mis manos en los bolsillos de mi sudadera roja y mi paso fue lento. Subí la mirada y deseé encontrar un helicóptero o al menos un avión o un pájaro cualquiera. Mas lo único que mis ojos duros hallaron fue el cielo azul de la inmortalidad.

miércoles, 3 de junio de 2009

La niña que correteaba helicópteros. (1 de 2)

Tras visitar a mi amigo Neto "La Neta" - quien es un gran baterista - regresaba a casa utilizando el metro. Era domingo al atardecer y el vagón se hallaba medianamente concurrido. Al fondo de éste yo me localizaba con el hombro derecho recargado en la pared, una de las puertas pegada a mi espalda y la contraria sin que nadie la estorbase, sin que nadie cruzara por ella cuando se abría al llegar a una estación. Mi mano diestra dentro de uno de los bolsillos de mi pantalón y con la otra tamborileaba sobre uno de mis muslos o la volvía un puño o la extendía para admirar su belleza y su inutilidad. De pronto, con desprecio y rebeldía, decidí voltear hacia los demás, hacia los otros todos que son ellos. Y como era obvio nadie me miraba. Cada uno de los pasajeros (los tantos sentados, el cuarteto de pie) se encontraban laxos y ensimismados. Paseé la vista por cada uno de ellos tratando de imaginar su dolor, de compartir sus problemas o agrandarlos mucho más. En las estaciones venideras observé a las cuantas personas que accedieron. Desde jóvenes que habían ido a jugar fútbol hasta ancianos con bastón, desde señoras gordas con el gesto amable hasta niños que vivían su primer noviazgo: existían para mí, pero desafortunadamente yo no existía para ellos.
En la puerta contigua a la que yo me encontraba entró un matrimonio joven y su hijo de tres años. De pie, el hombre (alto, moreno y robusto) cargaba al niño y le platicaba cosas. La mujer, cargando una bolsa de mano y el suéter de su hijo, por un segundo permitió que yo viera totalmente su rostro. Sentí una punzada y agaché la cabeza.
...Wendy...
Parpadeé y el vagón se volvió una primaria, el pasado se transforma en presente y mi gesto se endurece. Otra vez estoy dentro de esa escuela limpia, discreta y aledaña a un mercado. Es la hora del recreo y entre aquel tumulto de infantes yo soy el único adulto presente. Niños con estampas o videojuegos, lanzan canicas o comen productos empaquetados; las niñas charlan, cantan, juegan al resorte: ¿Alguna vez fui tan joven como ellos?
Reconozco a compañeros de grupo, enemigos y amores, y repentinamente un helicóptero cruza el patio escolar volando muy bajo. Al verlo varios niños levantan sus caras y sus manos y se despiden de él. Algunos lo persiguen traviesos y entre ellos hay una niña blanca, flaca, la más alta de su grupo y con las mejillas algo infladas, llamada Wendy. Wendy no se detiene como los otros a la mitad del patio escolar. Prosigue en su juego, en su sueño, hasta que un muro la detiene. Se da la vuelta y con una sonrisa tan ancha como la luna en cuarto creciente, regresa trotando hacia su inocencia.
De pronto los grados, los años pasan, se acumulan y Wendy sigue atravesando aquel inmenso patio escolar con toda la potencia que sus piernas flacas y largas producen. Helicópteros, aviones, parvadas de pájaros, quizá un ovni, vuelan a través de los días, por arriba de infancias que pronto perderán su alegría; los chicos se despiden y una niña llamada Wendy corretea esperando que sus pies se despeguen del suelo, se eleve y su figura se transforme en un cometa. El recuerdo envejece y veo con ojos distintos a la otrora niña, ahora adolescente. Inicia la educación secundaria y aunque nuestro camino se bifurca (nuevos amigos, otras ideologías), empiezo a sentir un apego hacia su persona. Wendy comienza a despertar la sexualidad de tantos muchachos; sus faldas son cortas y sus piernas muy largas, sus senos ciñen demasiado las playeras y sus labios siempre están pintados de rojo. Aunque ella cursa la secundaria en la mañana y yo en la tarde, al momento del cambio de turnos, puedo verla afuera de la escuela junto a adolescentes de buen aspecto y chicas tan o más lindas que ella. Ahora sé que si hubiese visto su cara diariamente me hubiera enamorado de ella y mi corazón hubiese recibido otro golpe. No fue así. Su presencia disminuye, su figura es opacada por el dolor, la soledad y el desprecio que comienzo a experimentar. Ella asciende escalones mientras yo empiezo a rodar hacia las catacumbas.

lunes, 25 de mayo de 2009

The ocean

Hasta ahora entendi la frase:
¡ahi viene la ola!

Seguro que hoy me desquito llorando;
te voy a sacar de mi con cada lágrima
Seguro que hoy si sueño con otro:
a besarlo y hacerle el amor como desee.
Seguro que te olvido con cada fruncir.
Te aseguro que existen los finales...
te juro que se odia y se ama al mismo tiempo:
creelo!!!

Y despues de todo ¿qué más puedo decir?:
¡Cuidado, ahi viene la ola... te arrastra y te deja tirado
esperando a que llegue otra!
¡Mucho cuidado con la ola que sacas del oceano!

domingo, 17 de mayo de 2009

La patética muerte del Capitán Meteoro. (Parte final)

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- ¿"Superhéroe"? - murmura para sí y de una manera despectiva El Solitario Combatiente.
- Realmente muchas de las cosas que te he dicho son suposiciones e hipótesis, algunas fantasías... - prosigue Nocturno - ...La noticia de su muerte apareció en dos periódicos de poca importancia. Y gracias a ello supe el nombre de su madre y donde vivía. Un mes después del entierro me hice pasar por estudiante de periodismo y busqué entrevistarla. Al principio ella no aceptó. Y tras dos intentos más me abrió la puerta de su casa. Es una señora muy amable y religiosa. Quizá porque ya no tenía con quien hablar, habló conmigo. Durante seis sábados seguidos asistí a su casa para platicar de su hijo. Incluso me permitió pasar a su cuarto y al mirar todos los artilugios que había comprado para su lucha contra el crimen, me quedé fascinado. También, y con una tristeza bien contenida, la madre me enseñó el traje de Superhéroe de su hijo. Metí los dedos en los hoyos que hicieron las nueve balas y reafirmé mi propósito de ser un Superhéroe.
- Aja.- susurra El Solitario Combatiente, observando por enésima vez las paredes de metal de la caja enorme donde ambos están encerrados . De pronto se desespera porque sino encuentran pronto una forma de escape en una hora morirán por falta de aire.
- De hecho tampoco se llamaba "Capitán Meteoro".- revela Nocturno - No sé si tuvo un nombre. ¿Cual pudo haber sido? Le puse el primer nombre porque me sorprendió que hubiese sido capitán de tantos deportes en sus años estudiantiles. Y "Meteoro" por... En su cuarto descubrí un par de posters, la serie completa, una película y un par de figuras de acción de una caricatura de hace setenta años llamada "Meteoro". Creo que trataba de un piloto de carreras con superpoderes y su auto blanco que podía hablar, no lo sé muy bien...
- ¿Te convertiste en un "Superhéroe" por la patética muerte del Capitán Meteoro? - El Solitario Combatiente pregunta en tono de burla.
- ...Escribí un cuento sobre él. Aún no le he puesto nombre. Alguna noche te lo daré a leer... Si salimos de aquí, primeramente.- Nocturno sonríe. Mira fijamente a uno de sus aliados y le pregunta con cautela: - ¿Y cual fue la razón para que te convirtieras en Superhéroe?
El Solitario Combatiente está por responder algo, pero se arrepiente. Frunce el entrecejo y voltea a mirar hacia otra parte. Y con tal gesto da por terminada aquella platica.

sábado, 16 de mayo de 2009

La patética muerte del Capitán Meteoro. (Parte quinta)

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El lugar donde se había parado se encontraba a la mitad de la calle Belisario Domínguez, a unos metros de la Plaza Garibaldi. Enfrente estaba una tienda abierta las 24 horas. Justo cuando Danny se asomó dos hombres estaban por entrar en dicho lugar. Buscaron entre sus ropas y cada uno extrajo una pistola. El metal brilló con demencia cuando ellos accedieron a la tienda de una manera furiosa. Danny Torrentera se lanzó hacia abajo de inmediato, pero la incertidumbre lo detuvo justo arriba de la puerta. "Está es una salida exclusivamente de reconocimiento: ¡No intervenir!" se dijo a si mismo y luego se preguntó: "¿Qué voy a hacer adentro? ¿Digo algo o atacó sin mediar palabra?... ¿Y si espero a que salgan y luego les caigo encima con patadas?... ¿Y si están golpeando a alguien o a punto de matarlo?" las dudas lo hicieron descender unos milímetros y después lo detuvieron. Flotó hacia la izquierda, regresó a arriba de la puerta y ya por último se movió un metro a la derecha. Nunca se había puesto a pensar que es lo que haría en su primer caso, por lo que esa noche sudó demasiado y su incertidumbre se volvió temor. "¡Tengo que ir!" afirmó para sus adentros y ya cuando se movía los rateros - dos jóvenes morenos, delgados e inexpertos - salieron de la tienda. Habían guardado sus armas y cuando Danny Torrentera cayó enfrente de ellos, ¡cuando una figura enorme, tan roja como el infierno y tan negra como el abismo, apareció frente a sus personas!, experimentaron un miedo tremebundo y permanecieron inmóviles. Danny esbozó media sonrisa y se dispuso a atacar.
Y ahí fue cuando lo mataron.
Como un rayo que viola los cielos, una bala abrió su espalda y le perforó un pulmón. El impacto del proyectil y la curiosidad hicieron que volteara hacia su atacante, que mirara directo a los ojos de la muerte.
En su indecisión Danny no se percató que había más personas alrededor. Era sábado y el centro de la Ciudad rebullía con gente que buscaba divertirse. Aquel par de rateros habían llegado en un auto que se encontraba unos metros adelante y en la acera contraria a la tienda. El conductor - más viejo que sus compañeros y con 2 entradas breves al penal de Santa Marta Acatitla - los esperaba con el motor encendido. Miró el espejo retrovisor y se percató de la extraña presencia de Danny. Intuyo lo que podía pasar y bajó del vehículo con un arma repleta de balas.
Danny recibió otro disparo, un tercero y un cuarto en el abdomen. El quinto le rompió un pequeño pedazo del corazón. El sexto, el séptimo y el octavo rindieron su aguante y lo hicieron caer hacia atrás. El último le destruyó el hombro izquierdo.
Los dos rateros inexpertos se deshicieron de su estupor cuando el tercero les gritó. Y corrieron. Danny trató de ponerse de pie, flotó unos centímetros y otra vez su cuerpo azotó en el suelo. La sangre se confundió con el rojo de su traje - por un momento pareció como si él sólo estuviese acostado y tratara de hacer abdominales sin lograrlo - y pronto formó un río.
Esa noche mis amigos y yo acabábamos de salir de un billar y nos dirigíamos a Garibaldi en busca de mariachis, para luego llevarle serenata a mi novia. Con los disparos la gente se agachó y trató de encontrar un refugio. Yo no. Siempre ha llamado mi atención la violencia, sin que yo realmente lo sea. Me sentí emocionado e intocable. Estaba en la banqueta opuesta y crucé de una manera resuelta. Al acercarme miré fijamente su rostro. Y de pronto Danny volteó. Y al mirarnos hubo una conexión. Al momento siguiente y como si atraparlos fuese lo más importante del mundo y yo también tuviera la responsabilidad de ello, él me señaló a los rateros. Los miré subiendo a su auto, cobardes, miedosos. Regresé con Danny y sus ojos ya no podían mirarme.
Me incliné y aunque sabía que estaba muerto le tomé el pulso. Los dedos de mi diestra se empaparon de sangre. Me levanté y observé la huida de los criminales, perdiéndose en el anonimato. Después cerré el puño y agaché la cabeza.
Vi el cadáver del Capitán Meteoro durante mucho tiempo, creo que aún lo sigo viendo. Y... Y ese es el motivo por el que me convertí en un Superhéroe.
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viernes, 15 de mayo de 2009

La patética muerte del Capitán Meteoro. (Parte cuarta)

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Aquel día, por primera vez en mucho tiempo, se despertó a las 10 de la mañana. Sin dar explicación alguna, no fue a trabajar ese día. Pasó la mayor parte del tiempo conversando con su madre. No salió a la calle para nada, inclusive no se asomó por la ventana o subió a la azotea. A las 10 de la noche, como era su rutina, madre e hijo se dieron las buenas noches y se dirigieron a sus habitaciones. Danny Torrentera apagó la luz rápidamente y se puso su traje en la oscuridad. Se acostó en su cama y cerró los ojos. Pasado un tiempo el reloj que llevaba escondido en su disfraz vibró y con ello supo que eran las 11. Se levantó y salió sigiloso de su cuarto. Se encaminó hacia la azotea. Volteó hacia donde dormía su madre todas las noches y no encontró luz bajo su puerta. Arriba sintió un viento gélido abrazar su cuerpo. Contempló los cielos - esa noche extrañamente despejados - por unos segundos. Entonces, como si fuese un Dios, y de una manera suave e imponente, comenzó a flotar. A una altura considerable, miró hacia abajo y sintió nostalgia al distinguir su hogar. Descendió en la azotea vecina y esperó.
Realmente Danny Torrentera no podía volar (si lo hubiese hecho sus movimientos hubieran sido mucho más rápidos y constantes). Podía flotar de manera vertical (en otros ángulos perdía concentración y equilibrio) y no por mucho tiempo (quizá - y por su condición física - podía durar en el aire 1 hora y media ó 2). Sus accionares en el aire no eran muy fluidos, era como estar sumergido en el agua.
Danny despegó otra vez y una cuadra adelante volvió a estacionarse en una azotea. Su primera salida era exclusivamente de reconocimiento. Evitaría los problemas a no ser que los que se presentaran fuesen sencillos de afrontar. Se elevó por los aires y se animó a recorrer más trayecto. En la siguiente colonia y entre tinacos, esperó de nuevo. Su madre y él vivían en la colonia Santa María la rivera. El centro histórico de la Ciudad se encontraba a escasos minutos de distancia; flotaría hasta el Zócalo y después regresaría. Se mantuvo flotando durante 5 minutos, evitando las ventanas iluminadas o las personas que por algún motivo estuviesen en sus azoteas a esas horas de la noche. Observó el mundo a sus pies, sintiéndose responsable por la seguridad de quien cruzara las calles en ese momento. Él tenía un don y un entrenamiento y pensaba ponerlo al servicio de quien en verdad lo necesitara. Su difunto padre, pero sobre todo su madre, le habían dicho desde siempre que si la gente, además de preocuparse por si misma y por sus familiares y por sus amigos, se preocupara por la seguridad, por la salud, por la vida de su vecino y éste hiciera lo mismo con el de a lado y así sucesivamente: nadie tendría miedo.
Nadie, ni siquiera él...
Danny Torrentera aterrizó en un edificio vetusto. Entre las sombras, sonrió. Se sintió ágil, emocionado, poderoso, enfundado en su traje rojo con negro. De pronto se puso en guardia y lanzó algunas patadas de karate y unos cuantos puñetazos de boxeo y rasgó el aire. Sonrió otra vez, tan libre, tan vivo; se aproximó al borde del edificio. Miró hacia abajo y una escena demudó su expresión.
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martes, 12 de mayo de 2009

La patética muerte del Capitán Meteoro. (Parte tercera)

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Lo segundo que planeó esa tarde de abril fue tener un disfraz.
No fue una decisión sencilla. Quería que el traje le infundiera temor a los criminales, pero a la vez confianza a los defendidos. Quería que fuese una armadura, pero también ligero y aerodinámico. De un material fácil de lavar, que las manchas de sangre que le cayesen se quitaran con una tallada. Quería un color serio, pero también tan llamativo que quien lo viese se deslumbrara. Hizo varios bocetos a lo largo de los años, aprendió a coser, pero nunca su mano terminó un disfraz. Algunos meses mantenía una idea, hasta que, viendo películas o comics o el Internet, cambiaba de parecer. Por fin, dos meses antes de presentarse como superhéroe, compró en un puesto de ropa usada una malla roja que le cubría el cuerpo hasta el cuello (abajo de ésta planeó ponerse espinilleras, concha, antebrazos y peto hechos de un metal ligero, pero resistente). En una tienda de comics consiguió una capucha y una capa (en una sola pieza) y ésta última podía cubrirle su enorme cuerpo hasta los tobillos. El material era cuero y de hecho ésta prenda formaba parte de un disfraz de Batman que la tienda llevaba años sin vender. La capucha presumía orejas puntiagudas, que Danny cortó con precisión. Para sus pies compró unas botas (nuevas y con casquillo) en una tienda militar. Amarrada a su cintura llevaría una bolsa minúscula donde guardaría un reloj, chicles y una pequeña agenda electrónica, además de un mapa del centro de la Ciudad(lugar que decidió volver su zona de vigilancia). Y como punto final cosió en su pecho, cerca del corazón, tres palabras que alguna vez significaron algo: Justicia. Esperanza. Libertad.
Lo tercero que planeó esa tarde de abril cuando tenía 8 años de edad fue ahorrar dinero.
Danny Torrentera fue un ser con una disciplina férrea. A pesar de sus impulsos infantiles, adolescentes, la mayoría de veces depositó las monedas y billetes que recibía en alcancías de barro que representaban figuras de superhéroes y que rompía cada año. Aunque los tuvo, sus objetos de diversión (comics, videojuegos, revistas pornográficas) fueron mínimos. Cada año, en cambio, se hacía con artilugios que podrían ayudarle en su futuro labor como superhéroe. En su casa, en su jardín, en su cuarto, debajo de su cama y dentro de una caja de seguridad, si alguien buscaba podía encontrar aparatos de ejercicios, una computadora demasiado potente, programas avanzados (sobre criminología, armas, mapas detallados de la Ciudad de México, técnicas de primeros auxilios, etc...); gafas negras blindadas, gafas de rayos infrarrojos, una pistola de láser, una pistola de balas 9 MM, un botiquín, herramientas para abrir puertas o metales pesados, algunos productos químicos para producir gases, un radio que atrapaba la frecuencia de la policía e incluso un insecto robot que podía servir de espía y reproducir audio y vídeo...
A pesar de la casa inmensa donde vivía, la familia de Danny Torrentera pertenecía a la clase media (los padres de su padre si habían alcanzado un gran escaño en la pirámide social, pero una de las tantas devaluaciones que México sufrió a finales del siglo veinte les arrebató casi todo). A pesar que su salario de medico era decente pudo juntar una gama de artilugios que casi cualquier luchador del crimen envidiaría. El dinero que no ahorró lo destinó a las necesidades que cualquier casa mexicana demandaba; y a su madre. Ella era el único ser vivo que ocupaba la mayoría de sus pensamientos. La mantuvo fuera de su decisión de ser superhéroe, ¡de su poder!, pero sabía que algún día tendría que decírselo. Era por ella que quería una Ciudad de México pacífica, era por ella que saldría cualquier cantidad de noches para lograr su objetivo.
Y luego de tanta espera, de decirse que aún no estaba listo cada que sentía las ganas imperiosas de comenzar su aventura, llegó otra tarde de abril. Tenía 30 años de edad y se conmemoraban 22 de haber descubierto su poder. Tenía entrenamiento, métodos, equipo y un disfraz. Pero sobre todo tenía ilusión, la ilusión de un niño de 8 años.
Y al llegar la noche el mundo conoció a otro Superhéroe.
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