lunes, 25 de agosto de 2014

Andares sinuosos (7)

Me cité con una mujer, con una mulata, aquí en el estacionamiento de un supermercado que conozco en un asentamiento urbano marginal. Sigue siendo la ciudad, por ende su marginalidad y crudeza. No vivo por aquí pero siento como si hubiera pasado toda mi vida en este lugar. La tristeza de las calles, las carencias, los rencorosos, es todo tan familiar para mí que siento el impulso de maldecir en voz alta. Maldita la suerte humana. Pienso que el amor más puro, que la compañía más grata, la sonrisa más fiel, será la de mi próxima mujer y sólo así me sosiego un poco. No mi propiedad, no sería mi propiedad, ella, jamás. Yo soy muy poco hombre: no soy una bestia machista como mi padre o como todos los demás hombres. Mis ganas de poseer son puras, cuasi sublimes. Deseo poseer el conocimiento, lograr la iluminación, serenidad. 
  La conocí utilizando algunos sitios de encuentro que están en internet. Aceche a quien consideré la más cautivadora. Le aseguré que no era un pervertido, que acaso era un tipo sensible y por ello podría lucir desgarbado, poco común, pero jamás irrespetuoso. Le mandé un poema que le escribí al vuelo. La raza de tu raza, la raza de la tierra, mi pobre rostro avergonzado de ser caucásico, apiñonado, quizá, rostro de un abuso, una violación terrible que pasó sin registro por generaciones y generaciones hasta llegar a mí, que ahora estoy aquí, temeroso de que me desprecies porque no soy como tú, abnegado, sediento, taciturno. Valorame, ámame. Que yo te amo por tu color cálido, por tu piel etérea. Escribo más versos al vuelo, tan grande es mi expectativa y mi dicha. Llevo conmigo el celular que encontré abandonado en un asiento de un microbús. Por supuesto, no funge como artificio de las telecomunicaciones sino como una libreta electrónica. Mis dedos agradecen el descanso, transcribo menos, lloro a pierna suelta cuando tengo tiempo de sobra, no ha necesidad de editar demasiado ni mis más tristes sinsabores. Miro la tienda que da razón de ser a este pedazo de pavimento donde moro y rememoro la pobreza, la miseria del alma ignorante de sus lacayos. Si esos pobres diablos supieran leer, si comprendieran que está escrito que el mundo es nuestro porque a nadie le pertenece: serían capaces de organizar un motín, de concretar la rebelión, de diezmar a sus gobernantes imbéciles.
 Espero a que la cita se concrete. Espero a que la cita se vuelva un encuentro extraordinario.
No tengo valor para esperar. Me voy como un cobarde. Llamo al hombre sensible por teléfono. No está, suena y suena. Yo tampoco estoy. Escribo una oda a la soledad, a mi soledad, es un tema recurrente en mi opus. Me encierro a editar viejos textos. No leo ningún mensaje de reclamo de su parte en mi pantalla. Me siento miserable. ¿Cómo es que voy a encontrar al amor de mi vida, cómo es que voy a dejar en esta tierra mi semilla si mi virilidad flaquea? Soy un esbirro de la naturaleza. Soy un esclavo de mis impulsos carnales. Me retuerzo en la cama. Abro un perfil diferente en el sitio de contactos. Miro a la cámara y me cubro parte del rostro. Sere alguien más, llevaré otro nombre, no claudicaré. El hombre sensible me llama y me dice que tiene dinero de una publicación mía. Me sorprendo. Aún hay alguien que me aprecia. 
  No acudo a cobrar ese día. Camino por el cerro, el famoso cerro del peñón viejo. O Peñon Viejo. Escribo un poema más. Escribo la historia de nuestro desencuentro. Me doy un puñetazo en el estómago. Contengo mis ganas de gritar. Lo merezco. Me acuesto a dormir en el piso del metro. Me baja un policía. Menos mal que nadie tiene por qué reconocerme. Pienso que el metro es como mi zona de confort. Sé qué es lo peor que puede pasar y conozco sus mejores ofertas por igual. 
  Cierro mis puños. Soy un hombre débil. Debo buscar el amor. Mientras tenga fortaleza y un cuerpo tangible. Quizá persista después de fenecer.
El policía me invita a comer unos tacos afuera del metro Barranca del Muerto. Conversamos. Le escribo un poema a su esposa o a su novia, no pregunto. Nos despedimos. Un día más. Debo seguir adelante. Comienzo mi segundo libro de poemas. Se llamará "Entre lágrimas nacido, olvido terrenal". Tratará sobre mi búsqueda de amor. Mi poster de Audrey Hepburn me consuela. Al menos, sé, existió en algún momento de la historia alguien hecho a mi medida. Canto un tema que me conmueve hasta que mi padre me solicita aparatosamente que cese. Lo maldigo. Me hago un ovillo sobre la cama. Mañana será un día muy importante y lo sé. Pero ignoro la causa de mi ansiedad. Cierro los ojos como se cierra el telón de un teatro. Apago la cámara, la película deja de girar. Mis libros me sirven de cama, de podio, de armamento. Soy peligroso. Temo por aquél que se interponga en mi camino. Mi padre me grita de nuevo que deje de llorar. No lloro, padre, le digo. Y dejo de llorar. El teléfono suena. La llamada no es para mí.

domingo, 24 de agosto de 2014

Andares Sinuosos (6)

No los nombro, me remito a transcribir su identidad; ellos me dicen cómo quieren aparecer. Yo respeto su deseo, si me piden, por ejemplo, Alberto, no escribas mi nombre, pues, no tengo por qué hacerlo. 
¿Siempre escribes cosas sobre personas reales?
Invariablemente. Es mi deber, transcribir todo lo que miro. Tengo una habilidad que he pulido por años. Escribo 4 horas todos los días, sin importar que sea bueno o no. Soy un narrador, soy los ojos detrás de la cámara. Se los debo a ellos que son mis historias. ¿Cómo son tus personajes, cómo los nombras?
Los nombro... no sé. Un día, por ejemplo, estaba sentado cerca de un semáforo. Pasó un señor y se cruzó la calle corriendo cuando tenía la luz en rojo. Lo vi y pensé "Corriente". Y me guarde esa idea. No sé cuánto tiempo después, yo pienso que al menos un año después volví a pensar en nombres. Uno de mis personajes pasaba de ida y vuelta por la frontera sin que nadie le dijera nada, era traficante, pero traficaba con cosas que nadie valoraba como peligrosas o ilegales, objetos muy peculiares. Era un tipo más bien cualquiera, pero muy ávido, muy bueno para su trabajo. Le puse Corriente. Pero ese ha sido uno de los pocos nombres que he pensado. Normalmente, por ejemplo, acabo de leer una novela, una historia cualquiera, no tiene que ser gran cosa. La gente de la novela, los personajes, o lo que sea, me hacen enojar y me produce algo, una sensación. Entonces tomo un nombre que no tenga que ver nada de nada con ellos y se los planto a mis personajes, como una forma de decirles "eres algo mío", resignate, lucha contra mí. Aunque no tenga sentido que se llamen Corbata o Saco de Dormir. Especialmente si no tiene sentido. Por ejemplo, el nombre Jacinto. A quienquiera que conozca que no recuerde le llamo Jacinto. Es como Fulano o Sultano. O Meredit. Me gusta como suena esa té al final. O Georgia. Porque es un engorro escribirlo y cada vez que lo escribo me acuerdo de qué ridículo es que alguien escriba historias, en lo absurdo que es inventar cosas, pero a la vez en lo importante. Porque alguien se inventó el nombre de Georgia alguna vez, porque alguien se inventó el nombre de Liu o el nombre de Cásady, o de Candie (que no es lo mismo que Candy). Son cosas así.
¿Pero por qué esa necesidad de emplear nombres extranjeros, acaso no es que los nombres de la realidad que...?
No, creo que estás mal interpretando...
Porque para mí es muy importante reflejar. Somos espejos. Somos... los únicos que van a contar estas historias, las historias de nuestras vidas. Somos prescindibles, somos olvidables. 
Quizá, pero me gusta pensar que puedo hacer más que... transcribir.
No es transcribir. Es arte. 
Supongo que sí, pero... no es lo que me interesa.
A mí me interesa conocer a la siguiente mujer.
Cómo has cambiado. Antes parecía que te ibas a morir. Pero descubriste "las mujeres". Ja. Jaaa. Suena a lo que es, Albert.
Tengo derecho. Me pongo al día. Por ejemplo, mira a esa chica que está cruzando la calle. 
Sí, la veo. 
¿No sientes unas ganas incontenibles de declararle tu amor?
No, la verdad es que no.
¿No sientes que si te acercas y le pides cortésmente un poquito de su tiempo y te presentas como lo que eres, como un artista, como un visionario, como un hombre sensible... no sientes que podría surgir algo hermoso de los dos?
No lo había pensado así, la verdad es que no lo había pensado. Estaba pensando en otra cosa.
¿Ya te tienes que ir?
Sí, ya me tengo que ir. 
La vida, carajo, la vida.
No te preocupes, Albert. Vas a encontrar a otra mujer pronto, lo sé.
Yo también lo sé. 


sábado, 23 de agosto de 2014

Andares sinuosos (5)

Salí de la librería, después de pasar varias horas leyendo libros viejos que me gustaría comprar y que no puedo comprar y que no voy a comprar porque... Y pensé en la economía, pensé en la economía durante horas, primero mientras pagaba para meterme al metro, después mientras me negaba a dar limosna a los limosneros, más adelante en mi viaje pensé en la economía cuando me puse a contar las palabras de un verso.
  Pensé también en la situación en que viven tantos poetas clandestinos que no se atreven ni a mostrar sus palabras de tan clandestinas que son. ¿Para quién? ¿Por qué? ¿De qué ley se resguardan? ¿Por qué los llamo clandestinos, pues? ¿Su obra subversiva es ilegible? ¿Su obra es ilegible y por tanto subversiva? Supongo que ambas cosas. Pensé en mí también, y me pregunté si acaso era o soy yo mismo un poeta clandestino. Me reí para mis adentros. La gente del metro es una grosería. A veces se me bota la canica y me quiero liar a golpes con los vendedores, con los mendigos, con las taquilleras, con los transeúntes, con los que viajan en carro y miro desde el tren, desparramados en sus cochesitos chocones, son lo mismo aquí que en el Cusco o en Maracaibo, lo sé, lo he visto, lloro de rabia, rabio, babeo las ventanillas del metro.
  ¿Qué criterios clasifican a un poeta como un poeta clandestino si no hay nadie más que yo mismo para clasificarlos? Pero me parece una idea bien pertinente intentarlo, ponerles un mote, y me regresa muchas veces este dilema a la mente, así que lo voy a intentar destaparlo. El pozo, digo, destapar el pozo de los buenos deseos, el pozo donde estamos hacinados todos los poetas clandestinos, allí donde armamos fiesta, donde nos contagiamos enfermedades, donde nos hartamos del olor de nuestra propia... No son tiempos de poéticas y manifiestos: son tiempos del no-morir.
  Albeto, por ejemplo, es un poeta que merece más de lo que tiene y que probablemente nunca reciba nada de nadie, ni siquiera un reembolso honorario por lo mucho que ha puesto sobre la mesa por muchos años. Pero es un clandestino por empecinado, por circular en torno a los mismos lugares, como coche que tiene la dirección torcida y siempre tiende a irse al carril de la izquierda, para bien o para mal, acelerando se mantiene, aferrando las manos a la rueda que da tirones y da problemas y da frustración, pero a él nunca le da nada nadie. También por hacer y deshacer sin que nadie le hubiera pedido ni una sola palabra. Estoy seguro de que su familia más bien le pide dinero. Estoy seguro, además, de que el dinero que gana aquí y allá no le basta y por eso camina tanto, es él quien les pide a ellos, lo escucho en mi oído si cierro los ojos y pierdo la página en que voy en mi libro: "Papá, necesito pedirte un favor, es por lo que hago, tú sabes cómo me niegan el dinero en todos lados". Escribir es contradictorio a su propio bienestar.
  Qué me perdone si puede. Si no, que me lea y que me escriba. ¿Qué podría hacer en lugar de mirar las noches transcurrir por la ventana y soñar con salir al mundo para ser recibido por un público que le sonría, lo mime, lo eleve en brazos y lo lleve cargando en hombros hasta el podio de la buena fortuna de las letras mexicanas? Debería salir al mundo y ser recibido con indiferencia, acostumbrarse a sentir el frío por la mañana con una chamarra puesta, sentir así mismo el calor insoportable al medio día que sólo los meses estivales... (estoy imitando su habla nada más de evocarlo). Debería acostumbrarse a la indiferencia o mejor aún, acostumbrarse al desprecio. Acostumbrarse a ser él mismo y vivir con las consecuencias de sentir en un pueblo de organismos desenchufados, añorando la electricidad, el contacto, la luz. Soñar, debería aprender a sólo hacerlo de noche y con los ojos cansados, podrá volar entonces, porque en otro momento, aunque sus palabras conjuren tiempos hermosos, lagos y/aves, plumas suavecísimas, indomables brazos de un condor...

 Qué bonito nos hablamos los poetas entre nosotros, no se ofendan si al resto de ustedes los tratamos como animales. Resígnense. A ustedes se la mando sin "agua va": háganle como puedan. Nosotros todavía tenemos algo contra lo qué necesitamos pelearnos. Para probar quién sabe qué, para escondernos de todo, para mirar desde dentro del pozo las estrellas. Para escuchar el vaiven de las olas, las lombrices en la tierra, los carros en el carril de alta velocidad.

sábado, 9 de agosto de 2014

Andares sinuosos (4)

Camino con pies adoloridos y mi orgullo maltrecho. Me consuelo soñando con el éxito editorial. Soy patético. Soy vano. Reculo. Asiento. Mis andares son dignos de afrentas mayores que la subsistencia terrena: yo soy un hombre, no soy un perro. Caminando por la acera de una avenida concurrida me doy cuenta de que la gente me esquiva, se trata sin duda de asco, me temen y al olerme su respuesta se vuelve visceral. Temen que un día sus hijos se tornen oblicuos andariegos, que recurran a la seguridad umbría de las máscaras y que su semblante quede en la memoria del tiempo como un salpullido molesto. Me miran y no se ven a sí mismos. Yo soy un fracasado y lo sé. Soy un fracasado excepto por que aún soy puro, digno, íntegro. Los valores de mis abuelos se deslavan con las lluvias de Marzo, el mundo los olvida y rechaza, pero yo no. Apuro mis pasos, una mujer me espera en alguna otra parte de la ciudad. Mi primer intento amoroso resultó ser un fracaso. Ella carecía de la pureza que yo tengo y por tanto uno de los dos debía perder. Besos furiosos, caricias premeditadas, soledad mutua, desolación. Le ofrecí mis manos pero me pidió más a cambio. Un día, maldito día, malnacido, se atrevió a mirarme a los ojos y llamarme escoria, pobretón. Quise abofetearla, pero mi rectitud pudo más que mi cólera. Le dije que era una mujer injusta. Le confesé haber facturado halagos vacuos para su persona en el pasado, le confesé la vergüenza que sentía al presentarla ante mis amigos como la mujer de mis días: tú no sabes distinguir a Baudelaire de un fabricante de jabones, tú no reconoces mérito en la escritura, redentora de las almas jóvenes, tus ojos son arena en un mar cualquiera, no reconocerías a un dios si lo tuvieras cerca. No lo haces, no podrías hacerlo. Lloré. Me preguntaste por qué. Te dije: por todo lo que acabo de decirte. Me respondiste como la arpía despiadada que asemejabas ser en horas recientes: "rara vez escucho lo que dices, pienso que no abres bien la boca". Provoqué a un tipo en la calle, un desconocido, lo reté, le pedí un duelo limpio: puños desnudos. "Órales" es lo que recibí por toda respuesta. Golpiza, afrenta a mi honor, sombra nocturna que recibe una paliza a la luz del día, lucha desigual. Me quité los anteojos pulverizados, me di masajes en las cienes para recuperar la cordura. Eres un bruto, ha dicho. Sí, lo soy. Soy una pérdida de tiempo, soy la vergüenza: pero tú ni siquiera mereces eso. Me marché, caminé hasta casa, llegué al siguiente día, con el dolor aún vivo, pero con las lágrimas tan solo como un recuerdo amargo. Me asee la cara, dormí desnudo. Lloré sólo una vez más. Me prometí encontrar una nueva musa y reafirmé mi compromiso con la literatura. Hice flexiones, solté golpes al aire. Extraje una gasa del botiquín y la puse entre mis labios hendidos. Maldita sea tu suerte. La próxima mujer no será mexiquense y esta vez será la mujer, la mujer. Debo ser más selectivo, volver mis versos más soeces, agazapado bajo el lavadero, sé que lo haré. De mi pluma fuente aflora la verdad. Llamo al hombre sensible, esta vez cuelgo primero, antes de finiquitar la conversación. En un espejo antiguo que fuera de mi madre, escribo una plegaria con un lápiz labial. Soy un hombre, madre, puedes estar orgullosa de que lo sea cada día más. Escribo 16 versos con los ojos cerrados. Siento la vejez avecinarse. La lluvia favorece los aullidos de las criaturas de nobleza inmerecidas. Busco el amor, no cualquiera, el amor de mi vida. Como, debo edificar el mañana. Auguro tiempos de abundancia y animadversión. Sea como tenga que ser, seré el único vencedor.

Creo que me llamaron del banco. Aquí no vive Joaquín Torres Bodett. No pienso que viva en la Ciudad de México... todavía. Mierda, qué tentación. No voy a sacar una tarjeta de crédito con un nombre falso, no voy a sacar una tarjeta de crédito con un nombre falso, no voy a sacar una tarjeta de crédito con un nombre falso... ofrezco auxiliar al vecino con el suministro de sustancias a las 4 y para las 6 de la tarde ya no hay fila de clientes. Se siente bien ser de ayuda. El muchacho estaba hasta el culo, porque me llevé más de lo que me tocaba y no se dio color. Saldré a comprar gas con esto. Creo que me llamaron del banco o me llamaron de una agencia de cobros (si eso existe en este país y no eran los banqueros mismos, porque de verdad, la voz sonaba bien indignada) porque me preguntaron si yo era yo mismo y luego colgaron. Sí que saben cómo meter miedo esos hijos de la chingada. No voy a sacar una tarjeta de crédito con un nombre falso, pero si lo hago, me voy a poner Super-Mann.

jueves, 7 de agosto de 2014

Andares sinuosos (3)

Hoy tuve otra invitada especial. Me cocinó. Quizá suene machista: quiero una mujer que me cocine todos los días. ¿Cómo se negocia eso? Yo le puedo dar sexo -no exclusivamente- y a cambio, ella puede cocinar. Daré un paso más hacia lo equitativo: le compraré los ingredientes. Pero no muy caros. Que no pase de los 200 pesos semanales. Ese es mi presupuesto actual. Caminamos por la calle cuando la acompañé a la parada del taxi. Qué pudiente, viaja en taxis. Yo viajo para mis adentros. Me da las gracias. ¿Por qué? ¿Por quién? No entiendo este mundo bicolor. Me ofrece dinero. Sobreentiendo que no va a volver. Ni mencionar su nombre. 
Espero el pago de las dos crónicas que escribí, espero también que mi vecino deje de traer drogadictos a la puerta del edificio como si fuera un farmacéutico. ¿Qué voy a hacer si no puedo salir y entrar cuando quiera? El otro día uno de ellos vino a buscarlo con un machete. Le dio de machetazos a la puerta principal (que es toda de metal, una rejona de dos por 3) y le gritó de cosas como media hora. Desde mi ventana se alcanza a ver el interior de su casa. Se pasó todo el rato hablando por teléfono, relajado, sentado frente a la televisión que tenía en mutis. Como si nadie supiera que estaba allí. El drogo del machete siguió gritando un rato más y trató de convencer a una vecina de que le abriera la puerta. Aparentemente el sujeto no es un extraño a la comunidad. Me quedé encerrado, mirando por un recoveco para ver a qué horas podía salir. Y luego se mofan de la impuntualidad mexicana. ¿Pues qué vamos a hacer si nos lleva media hora salir de nuestro acuartelamiento? Somos un pueblo de sitios. El sitio de Churubusco, el sitio de la Zona rosa (de los gays y los trans y las les), el sitio individual que cada uno asienta alrededor de uno mismo para que no lo maten. El sitio del reclusorio, claro, para los que no pueden pagar para no caer al tambo. Venga, que llegué tarde. Le dije al hideputa de la editorial que ya estaba bueno, que cada quince días iba a cobrar y que no tenían por qué retener mis pagos. Me dijo que el pago seguía retenido hasta que alcanzara (sic) al jefe de cultura. Como si fuera por mí que no llegaba a tiempo a sus citas. Subí a hablar con Camila, su secretaria. Platicamos de poesía, está leyendo una antología de Mario Benedetti (qué otra cosa iba a leer la pobre si no me pide recomendaciones) y me aconsejó que leyera unos poemas del libro que le habían encantado. Me apuntó en su libreta (todavía hay secretarias que trabajan con agendas físicas) y me pidió que la siguiente semana no llegara tarde. Mi acompañante me siguió en mi viaje de regreso al refugio. El vecino, siempre tan contento, prosiguió con sus pacientes (pienso que un día me van a escuchar hablando de ellos y que sea en buenos términos, mejor) hasta las 2 de la mañana había personas haciendo fila en la reja. Nadie pareció notar los machetazos como un signo de desconfianza. Más vale malo, por conocido. Mientras más noche se hacía y después de una lluvia ligera, las figuras se fueron volviendo difíciles de distinguir entre sí, hombres y mujeres llevaban amplias sudaderas con capuchones y todos usaban pantalones guangos. Qué fastidio, ser ese tipo de doctor. Aunque el dinero no le debe faltar. Salí a las escaleras a mirarlos por un rato a ver si alguno valía la pena que lo asaltaran. No soy un ladrón, que quede bien claro, pero tampoco soy un alma caritativa. Lo que a mí me hace falta es caridad. Pero, bueno, el que pega primero pega dos veces. Alberto me llamó por la noche otra vez, nuevamente de fondo (cada vez es idéntica esta llamada) escuché el programa de televisión que ve su padre. Me contó que su intento de conquista se fue al garete, que nadie le dijo nada de que las mujeres podían decir que no a un hombre de su talante, de su garbo. Se preguntó si acaso terminar la universidad le conferiría otro tipo de atracción. Le comenté que quizá debería dejar de comer tanto y hacer un poco más de ejercicio. Se quedó callado un tiempo. Creo que estaba viendo el programa de televisión él también. Dejé el auricular junto a mis macetas. Creo que colgó. Espero que colgara. 

He llamado al único hombre sensible que conozco. Quizá no sea el único, pero cada vez que marco contesta la llamada y eso me basta para confiar en él. Soy pobre, de amistades, de amores, de influjos vitales, me conformo por hábito, no por falta de ambición. Le comenté casualmente, carente de llanto, la progresión de los sucesos que llevaron a mi noble proposición amorosa al fracaso. Deliraba a causa de la inmensa desilusión. Entrado en personaje, comportándome a la altura de las circunstancias, le propuse a esa mujer que me dijera su nombre. Oh, hermosa beldad mulata, acaso pasajera visitante originaria del continente más triste, tan extravagante e hipnotizante mujer de traje y pañoleta anudada, tierna beldad africana. Me dijo que no, que no me conocía, que no tenía por qué acudir a ella de forma tan desvergonzada, que estábamos en el metro. Le dije que su belleza me impedía ocultar mi adoración. Que siendo presa de los designios primigenios del mundo humano me atrevía a abordarla así. Yo estaba destinado (estoy) a ser una estrella en el firmamento de la historia letrada, y ella sería la mujer a mi lado, la mujer a la que yo mismo había elegido, la mujer de mis sueños, la fantasía vuelta realidad, un envoltorio de dicha para mi todo, confitura cierta de mis noches de naufragio. Arremetió contra mí, con furia, con tuda su femineidad. De sus delicadas manos se armaron dos puños, de su desdicha, una mueca terrible se fraguo en su semblante, mis costillas fueron pretexto para que sintiéramos dolor, juntos por un instante, mi hombría hirió sus hermosos sentimientos, mi carácter rudimentario me hizo parecer un acosador cualquiera, un ignoto que asalta a las señoritas azarosamente, un canalla que ronda los pasillos del metro tratando de saciar sus primitivos deseos, maestro del onanismo, eyaculador siniestro. Recibí su declaración como el caballero que soy, sin chistar, músculos tensos para aminorar el daño si fuera posible, rostro pétreo, máscara de indulgencia, extraño suceso de la naturaleza que más que un hijo se asemeja a un perdigón tirado en el piso del tiempo, inútil, ápice de cordura en este mundo que se ha vuelto un torrente de mierda. Lloré, por amor. Cuando llegó una policía la detuvo y se la llevó en custodia. Los demás testigos, incapaces de comprender por qué me había quedado sin defenderme, acusaron a la bella e inocente dama de haberme lacerado. Con una ceja abierta y sin aliento, declaré lo contrario. La policía nos llevó a ambos al pasillo, pero entonces se armó una batalla campal. Los pasajeros habían tirado de la palanca, decían, para que se detuviera la golpiza, no para señalar culpables y pedir encarcelamientos. Un vendedor de a pie se apeo y me reconoció como un caballero,  como su igual, me propuso ser un testigo de mi integridad y le agradecí, pero él interpretó de la peor manera mis deseos y se abalanzó sobre la mujer inocente que ahora sería hecha presidiaria por mi causa. Le atinó un golpe en la cara y entonces salieron otros hombres y mujeres a defender cada uno su propia causa. ¡Oh, mundo patógeno! La escaramuza se desvaneció como una nube de polvo, yo me escabullí hacia la oscura ciudad, disfrazado de otro maleante más, irreconocible, indistinguible, remedo de mí mismo. La turba se perdió también corriendo hacia diferentes calles del centro histórico. Me sentí recibido por las calles como si fuera un hijo perdido, desdeñado, empero bienvenido. La ciudad me tendió la mano, un vagabundo que vivía en las calles me invitó a compartir la cama con él, con un gesto amable y dulcísimo que solo la desdicha otorga a unos pocos agraciados. Nos recostamos ambos sobre aquel oscuro y olvidado sitio a la afueras de un banco, -institución repugnante- nos cobijamos con nuestro entendimiento del universo y de la humana fortuna. Varios policías salieron corriendo enfurecidos como regurgitados por las entrañas del metro, buscándome a mí. Pero ninguno atinó a verme allí, enconchabado sobre un cartón, quizá porque ahora era transparente, un digno hijo de la indiferencia, un abogado del tiempo perdido, una bestia. El hombre sensible siguió escuchándome en silencio desde las profundidades de la casa de su madre. A los 35 años somos unos ciudadanos ejemplares, obedientes, congruentes, íntegros. Supuse lo peor. Mi historia lo había conmovido hasta las lágrimas. Su pudor lo había hecho marchar. Seguramente se había retirado del auricular habiéndose apropiado de mi duelo. Nos despedimos como siempre, él con su silencio, yo con palabras tiernas de amigo que dice: Buenas noches, tipo. (Nunca diría güey, lo considero vulgar).

martes, 5 de agosto de 2014

Andares Sinuosos (2)

Escribí una nueva canción para la banda. Se llama "Cómo volverse más papa sin quemarse ni coserse". A la banda no le gustó, pero me reí mucho escribiéndola. Me llamó Alberto a medio follar (por teléfono) y le contesté. Una oferta editorial, seguramente, eso pensé. ¿Si no por qué más me iba a llamar un enemigo de las telecomunicaciones? Bueno, era para contarme que todavía le está flaqueando la voluntad. ¿Quieres que esa mujer sea tuya-tuya? No lo sé, me contestó. Le pedí un momento y terminé de follar. Prosiguió a contarme más de su ambicion exótica. No hay muchas mujeres así, con ojos tan atemorizantes. Me asusta verme en ellos, dijo. Yo pensé que nada lo asustaba, pero, bien. Le mandé abrazos y le eché porras. Me acosté junto a mi invitada especial y le pregunté si quería tomar un matecito. Me dijo que no. ¡La ignorancia no se puede compensar con mates, pero rechazándolos se vuelve uno, irremediablemente más ignorante! Me puse a redactar una crónica de la manifestación del orgullo gay. Dos, en realidad y las dos a la vez. Una era para el periódico ese para el que escribo, sin lectores, y la otra era para un conocido neonazi que me había pedido una reseña de cualquier tipo. Mi crónica era una sátira, que bien leída traslucía que el enfadado narrador se sentía muy excitado y rechazado al contemplar la masculinidad desplegada por aquellos individuos, especialmente por aquellos a quienes más afanosamente atacaba con exageradas descripciones de sus figuras "grotescas", "vergonzosas" aunadas de breves reflexiones fálicas. Se iba erigiendo muy bien la crónica. Se me hizo más buena que la otra. C'est la vie... La frustración del siglo, pensé, hombres que no son hombres, hombres que sueñan con ser hombres pero que no se atreven a dar el salto y agasajar... a otro hombre. 

Busco a la mujer. Me levanto, me ordeno el cabello con meticulosidad. Imagino que los párrocos de las iglesias preparan sus discursos mientras se ordenan la vestimenta, un poco de talco, quizá, a voz queda, una blasfemia. El orden y la ordenanza. La orden es de mí para mí mismo: ahora, Alberto, lánzate con toda la elocuencia y musicalidad, dialoga, lánzate, abórdala, descubre el misterio, encuentra la verdad en la cara siniestra de lo incierto. Atrévete. Llamo por teléfono a mi estimado colega y presuroso, anfitrión de la duda, le informo de mi desdicha. Se ríe, cínicamente. Se atreve a trivializar mi afrenta. Hoy cambiará la forma de la tierra. Mi segunda novia. Acaso suene pusilánime viniendo de los labios de este sabiondo veinteañero citadino, acaso suene a que cumplo con los anhelos ancestrales que mi mexicaneidad ha impreso en mi nuca literaria: habrás de reproducirte, habrás de salir con ella, con la mujer. Quizá no sea siquiera un hombre, me basta con decir que soy el escupitajo  de la vida cruel. Me basta con golpear el espejo en que me peinaba y reducirlo a un remedo de mí. Hoy termina la incertidumbre, hoy sabrá quién soy, me reconocerá y el viento izará su manto prepotente, la tierra sentirá más las cicatrices de los milenios como lo que son, haré la guerra a los cinco elementos, las montañas rugirán, las aves caminarán a sus destinos añorando la seguridad del vuelo. Siento que el mundo llegará a su fin y perecerá por mi mano. Así es este sentimiento puro. Negros son mis deseos, negra la mujer.

Andares sinuosos (1)

Me fastidia como hace como si no tuviera frío, cuando sé más bien que es por vanidad que no admite que lo siente. Así es esto, una pugna constante. Caminamos y caminamos. Por Bucareli está el café de la Habana. No entramos. Viejos poetas y soñolientos ricachones visitan el lugar. Nosotros seguimos caminando. No entramos a comer un bistec a ese otro restaurante argentino porque no podemos pagar ni las papas que sirven para acompañarlo. Paramos en bancas públicas o frenamos el paso para ponernos a hablar de una multitud en medio de ella. La brizna de la tarde (qué tarde tan mexicana) nos da en los brazos y el cielo grisáceo se presenta, despótico, augurando lluvia o algo peor (que sería que no llueva, porque quiero que llueva). Me abrigo. Tú no, que va, pues así son las cosas desde aquí, les informo. Me tiro en un pasto y me aburro, cuento los meses que faltan para que me gane la lotería. Sueño con libros, creo que ambos soñamos con lectores. Que nos lean como los leemos, pues, justicia. ¿Pero quién nos va a leer, de los que quisiéramos, si todos nuestros padres putativos están muertos? O no hablan español, en el mejor de los casos. Albert me suelta una patada. Y yo la detengo con premura, eficazmente. Me da en la espinilla y me duele. Me permito hacer gestos. Aquél mozalbete no. Cómo no le iba a doler. Mañana le voy a pedir que sea mi novia., me anuncia. Caramba, Albert. Por fin. Caminamos más. En las aceras lo escucho pensar en voz alta y me doy cuenta de lo ingenuo que es, me sorprende que pueda ser tan ignorante y tan cultivado. Le damos la vuelta a una plazuela. Le propongo que seamos nuestro público por enésima vez. O no sé qué número de vez. La vida sigue su curso. Stevie Wonder toca el piano.

Ese hombre ciego, ese individuo, no, ese artista, el tipo es un artista. Imagínate cuán difícil será aprender a tocar un instrumento como el piano cuando se es ciego. Yo soy ciego de cierto modo y mi ceguera me ha dado la capacidad inusitada en un joven de mi edad de percibir la realidad con estos impávidos ojos. Soy ciego a las irrupciones del destino. Me niego a permitir que algo absurdo como la fatalidad sea lo que determine mi razón de ser. 

Y creo que al siguiente día no se le declaró. No sé si debería desalentarlo.