martes, 29 de enero de 2013

La misteriosa cadencia del guinda y el azul (Versión A, cuarta entrada).

7
Una noche entró a una calle en la que estaba prohibido hacerlo. Bultos de tierra y cascajo, además de un gran letrero con una cruz muy roja, evitaban que los caminantes se adentraran. Ella pasó sobre ello, nada debía detener su camino.
Muy bien iluminado al principio, ese tramo de la urbe poco a poco iba oscureciéndose. Al llegar a la mitad los ojos ya no podían aferrarse a ningún destello, la luna desaparecía y el cielo se fundía con la tierra en una oscuridad espesa. Guinda tuvo miedo de ella, antes de que pudiera retroceder, más que sentirlo, oyó que algo le rasgaba el cuerpo. Afuera, bajo la luz blanquecina de un anuncio espectacular, comprobó que estaba entera. Sin embargo su pecho se llenó de una terrible melancolía, como si extrañara al hijo que no tenía.


8
No se percató, durante dos años su paso dejó un rastro, sedimentos de sombra que sobrevivían en el asfalto un par de días; huellas que se alebrestaban un instante en la madrugada.
No se dio cuenta, su sombra se había vuelto azul cielo. Al principio indetectable, luego era evidente que aquel color la diferenciaba de los grises, oscuros y de los azules marinos de las otras. En la ciudad de las sombras aquello era abominable, un paroxismo del misterio.
Guinda iba y Azul cielo la perseguía intensa, hambrienta, demencial. Había hombres que iban detrás de la humana, hipnotizados por su péndulo sexual. Sin duda habían visto traseros mucho más estéticos o enormes, nunca un movimiento similar. Su libertad y su orgullo los impulsaban a retrasar su camino o, peor aún, desviarlo. Tan concentrados se hallaban en esa cadencia que su súbita desaparición ni siquiera la experimentaban. Azul cielo se los tragaba, sumergiéndolos en el enigma de su noche. Los arrebataba de las calles de una manera tan vehemente que, a pesar de una multitud circundante, sólo algún observador notaba su ausencia.
Varios hombres comenzaron a habitar dentro de la sombra, cada uno le otorgaba fuerza, presencia, inmortalidad. Azul cielo nunca comía delante de su dueña, siempre detrás, escondiéndose para que ésta no se asustara. No alarmarla, que estuviese desprevenida ante su inevitable levantar.

lunes, 28 de enero de 2013

La misteriosa cadencia del guinda y el azul (Versión A, tercera entrada).

5
Siempre caminaba.
Prefería los sitios populosos, remarcarse entre la tanta gente. Tianguis, mercados, centros comerciales. Tepito, Jamaica, Parque Delta.
Transitaba.
Escogía avenidas principales a la hora del tráfico y en sentido contrario a los autos. Insurgentes, Viaducto, Zaragoza.
Avanzaba.
Sus momentos melancólicos, provocados por su menstruación, los vivía dentro de colonias señeras e inalcanzables. Del valle, Polanco, Chapultepec.
Paseaba.
Se consideraba importante en zonas míseras y vetustas. Sentía una considerable soberbia al pisar esas calles terrosas, esquivar los montículos de basura y observar esas raras madrigueras. El Bordo de Xochiaca, Canal de San Juan, la Renovación.
Cruzaba.
Frente a preparatorias y universidades ralentizaba su avance, no miraba a nadie, sabía que todos los que entraban y salían del recinto estaban fijos en ella. El CUM, la Fes Aragón, la UVM.
Trotaba.
Lo hacía cuando llovía o hacía mucho frío, en las zonas altas o dentro de deportivos. Se ataviaba con un pants gris tan justo que parecía vertido sobre su cuerpo. Colinas del sur, Magdalena Mixhuca, el bosque de Tlalpan.
Corría.
¡Qué sensación tan placentera el sudor sobre su cuerpo! Exudaba sólo de noche, fantaseando con que era un guepardo, no uno cazador, si competidor, decidido a ser más rápido que su sombra. A veces la rebasaba, no era inaudito, ella era poderosa. Colonia Puebla, avenida de los Misterios, Cuatro caminos.
Caminaba.
El centro de la Ciudad era un imán para sus piernas, aquí sabía lo que era flotar. ¡Cuantas veces se perdió y se encontró en ese laberinto! Un rompecabezas del que conocía casi todas sus piezas. No era buena para recordar nombres o títulos, pero era precisa al momento de señalar ubicaciones. Calles y más calles que identificaba por sus edificios, sus habitantes o su mobiliario citadino. Sabía donde estaba esa panadería de cien años de antigüedad, las tiendas deportivas, el hostal para estudiantes, la señora de doscientos kilos que vendía tamales; los xoloitzcuintles que vigilaban esa vecindad; el joven con síndrome de Down, vestido como policía, que jugaba a organizar el tráfico; el árbol gigante que parecía tener vida durante las noches, los niños indígenas que vendían chicles en un semáforo descompuesto; los muchachos vulgares que comercializaban artículos piratas y que a todas las chicas que les parecían atractivas las molestaban con sus comentarios (a ella le daba risa lo que le decían, "¡Amiga!: ¡Haces buches al caminar!" por ejemplo). Conocía tanto de esa pequeña zona (a la vez tan inmensa) que se sentía en casa. Segura, despreocupada y bella. Imparable.
Siempre caminaba.


6
Su Ciudad y su caminata.
Un disfrute y una excitación, un hipnotismo que le provocaban esos tramos de asfalto, esas islas donde no esperaba ser rescatada. Seguía, proseguía, avanzaba; femenina se sentía en su movimiento. Un bamboleo, una máquina, una ola.
Lo importante para ella era estar presente, ¡Afirmar que esa era su Ciudad! Una urbe con edificios angulosos, que se hundían, deformaban, aparecían y desaparecían durante la madrugada. Luces mortecinas, ventanas abiertas, risas plenas desde las coladeras; tenis viejos colgados en los cables de luz, postes borrachos y perros que también eran hombres.
Detestaba los lugares cerrados, entraba si intuía que la multitud era demasiada. Tampoco prefería mantenerse en un sitio por más de media hora. No quería conocer ningún edificio por dentro, quería que la conociesen a ella. Presumirse, fulgurar en cada vía.
Caminaba para confirmar su existencia, que los otros la mantuvieran viva mucho después al recordar, hablar o escribir sobre ella: "¡Qué culo el de esa vieja!", "¡Hoy vi a una chava que se movía como si estuviese en una pasarela, ¡tal vez era una modelo de barrio!", "Pulsante es tu paso, una canción para los sordos, una envidia para las estatuas, un viaje a través del universo" y así Guinda Gómez era estable, sobreviviente, detenía su caminata por fin.
Salir para que todos supieran de su juventud y de su belleza, del inexpugnable poder de sus piernas, de su deseo de no pararse hasta que éstas se deshicieran en filigrana sobre el asfalto.

viernes, 25 de enero de 2013

La misteriosa cadencia del guinda y el azul (Versión A, segunda entrada).

3
Sus padres le dieron un nombre antes de darle la espalda, extraviados en Estados Unidos casi los veintitrés años que tenía de vida. Sus tíos, viejos y sin hijos, no podían hablar con ella sin regañarla; "Regresa a la escuela, ¡No seas estúpida!" le dijeron cuando abandonó la universidad en segundo semestre, "¡Ponte a trabajar!" le espetaron desde el año pasado, nunca había trabajado, decidieron que era tiempo de que empezara a hacerlo, pero ella no quería ser una esclava del Capitalismo; "¡Ya cásate!" le pedían cada vez que la veían, ya deseaban que se fuera de su casa aunque Guinda casi no estaba en ella; aunque era muy selectiva con los hombres, a veces creía que no existía el joven con la mirada serena y los músculos suficientemente amplios para que su feminidad cupiera entera.
Había tenido dos novios, el inicial toda su educación secundaria, el segundo el verano previo a la universidad. Éste último quería casarse con ella, le aseguraba que su familia tenía un pequeño castillo en el país de Gales y que ambos vivirían allí al matrimoniarse; ella le pedía que esperara, ambos debían madurar antes del compromiso. Se veían una vez a la semana, ambos caminaban sin tomarse de las manos, pero rozándolas con cada paso dado. Él siempre le daba dinero, ella sólo un beso largo al despedirse.
Había tenido dos amigas. Una toda la primaria, la siguiente el último año de preparatoria. La primera había reaparecido hacía año y medio, su abuelo la había violado antes de morir de cirrosis, no quiso abortar ese hijo / nieto, una enfermera si lo eliminó cuando, al llevarlo a los cuneros, se le cayó por el cubo de las escaleras. Se hubiera suicidado si Guinda no hubiese aparecido en esa calle con los faroles recientemente encendidos. Se veían una vez a la semana, ambas caminaban con las manos tomadas, preocupadas por soltarse, acaso el viento las ubicaría en continentes opuestos. Ella siempre le daba dinero, Guinda un abrazo y unas lágrimas que duraban diez minutos.


4
Administraba el poco dinero que recibía (de sus tíos nunca) para que pudiese salir seis días a la semana. Cuando se quedaba en casa barría, trapeaba y ordenaba la sala, la cocina y el patio; lavaba su ropa y hacía de comer. Cuando estaba en la calle comía en cafés de chinos o las tres tortas de huevo que se preparaba al mediodía (y masticaba sentada frente a kioscos, monumentos o fuentes en parques públicos). Iba a los baños de las tiendas departamentales, si quería leer entraba a las bibliotecas, veía televisión frente a los aparadores, escuchaba música con los músicos callejeros o se paraba en los puestos de discos piratas sin comprar nunca uno, disfrutando de lo que ponían en sus estéreos; pocas veces se cansaba, los momentos que sí se recostaba en pastos o se sentaba en bancas de plazas o paradas de autobús o en las orillas de las banquetas de calles solitarias.
Siempre caminaba.



La misteriosa cadencia del guinda y el azul (Versión A, primera entrada).

Esto es para ti, breve y aventurera Daniela Barrios.

1
"La realidad es tan vasta que es imposible recorrerla por entero... pero yo podré hacerlo. ¡Yo nací para caminar!" era un pensamiento recurrente, afilado una tarde, risueño la siguiente. Guinda Gómez tenía semanas enteras para reflexionar, momentos inabarcables en los que también se decía que, más que una persona, era una idea.
Se sentía etérea al atravesar las calles donde deseaba morir cuando vieja. Fantástica y sensual para todos sus conciudadanos. Poderosa. Un poder que experimentaba no al recordar que era joven o al asegurarse que era preciosa, sino cuando sus piernas se movían, una adelante de la otra, la otra detrás de la primera, en un ritmo de pronto ligero, de repente turbulento.


2
Guinda era fea. Durante niña y en sus primeros tiempos de adolescencia, los ojos y el pecho le oprimían al mirarse en el espejo. Su piel morena, sus rasgos afilados y su cabellera larga y castaña repentinamente se derretían sobre su cabeza. Sin rostro avanzó por su inocencia, sin rostro poco a poco se enamoró de la soledad.
Guinda era bonita. Cuando cumplió dieciocho años se pintó los labios de un rojo suave, se puso un moño del mismo color en el lado derecho de su pelo y adquirió una revolución al caminar. Era delgada y menuda, inmóvil sería insignificante; en movimiento sus nalgas ligeras y altivas explicaban porque el círculo era sinónimo de perfección . Un maremoto, un eco, un tic-tac. ¡Una explosión cegadora! para todos aquellos presentes cuando ella salía a las calles y las reclamaba para sí.


viernes, 11 de enero de 2013

Carta para Europa:

01/01/13


Pisé una rata cuando caminaba por la Zona rosa, Esteban Hernández III me acompañaba y no se dio cuenta  de ello. El chillido resultante asustó a unas chicas allí paradas, yo persistí en mi camino con la misma tranquilidad que toda la tarde había mostrado.
La noche, a tramos, era vencida por el neón de los restaurantes y de las tiendas y por las risas sanas y casi rutilantes de los pocos visitantes.
Pensaba en ti...
Nuestro vagabundeo nos llevó por sitios a los que jamás había arribado, pero de los que sospechaba desde siempre. En una de las avenidas más fastuosas de la urbe alguien había desparramado unos bultos de basura en el suelo; plástico, cartón, envolturas y rastros de comida; lo que me detuvo fueron unos juguetes. Extraterrestres, simios, futbolistas, carvenícolas, seres de fuego y zombies que algún niño disfrutó por muy poco tiempo y ahora estaban esparcidos por la banqueta, algunos destruidos. Recogí varios de ellos experimentando cierta compasión, calles adelante descubrí que tal sentimiento estaba dirigido hacia mi persona. Conmiserado de mi figura rara y solitaria, como casi nunca lo hago.
En la noche Esteban y yo arribamos a la Glorieta de Insurgentes, antes de entrar a la estación del Metro allí ubicada, él me preguntó:
- ¿Estás cansado?
- No.- respondí, pero la verdad era que sí, cansado de esta caminata hacia ninguna parte.

miércoles, 2 de enero de 2013

El hombre sueña...

El hombre sueña. Sabe que es un sueño a pesar que sus cinco sentidos funcionan de la manera correcta y lo que presencia es completamente racional. Sabe que es un sueño porque se descubre sonriendo con una plenitud y un vigor que en la actualidad y desde hace varios años no presume. Su rostro, tan fresco e impoluto como si estuviese hecho de porcelana, mantiene un gesto divertido. Se pregunta que es lo que lo emociona tanto, porque se siente tan vivificado. Su sonrisa pronto se transforma en una risa embriagante.
Recorre las calles de la colonia San Rafael en un día esplendente. Autos y gente se suceden mínimos y con un paso lento, el suficiente para que él pueda observarlos a placer. El orden y la pulcritud de la zona le hacen pedir que la caminata se alargue indefinidamente. Sus piernas no se detienen. Avanzan con una fuerza y una decisión pocas veces conseguidas.
Las construcciones viejas, una aquí, otra más allá, la tercera a la vuelta de la esquina, desprenden una nostalgia que debilita su alegría, por lo que cierra los ojos cuando pasa a un lado de ellas. No quiere sentirse triste hoy, esta tarde no. Tres minutos después de rebasar las instalaciones de la Universidad del Valle de México, se detiene frente a una casona amplia, a tramos decadente, a tramos hermosa. Saca una llave y abre la puerta porque esa vivienda (y esto es la prueba determinante de lo que vive es un sueño) le pertenece a su madre.
El patio pulcro y mojado está sobre poblado por macetas, plantas y flores de tan diversas formas y colores. Todas regadas: aquí una azalea, allá una margarita, ahí un ave del paraíso. Al cruzarlas las roza con los dedos. Avanza por el pasillo hacia los cuartos, todos espaciosos, uno tras otro, en busca de su progenitora. Y con cada paso dado su risa aumenta en resonancia hasta la locura. Abre la habitación donde durmió tan plácidamente su infancia entera y allí, en la penumbra y en el frío, en el piso y en un dolor que la pudre en lágrimas, su madre pide una y otra vez:
- ¡Ya no!... ¡Ya no!... ¡Ya no!...
Al verla así ríe tanto que su boca se resquebraja, luego su cabeza sufre lo mismo y por fin su cuerpo entero. Su adultez se desmorona en un inútil grupo de vidrios. Él era un vitral policromático y fino que se ha destruido a si mismo. Ni siquiera hay un ritmo dulce cuando todos sus pedazos caen y rebotan una, dos veces en el olvido.
Se transforma, otra vez es un niño de diez años que corre valiente hacia su madre y la abraza desesperado. Y aunque no sabe que o quien la ha hecho llorar, le promete:
- Nunca permitiré que nada ni nadie te haga sufrir.
Su madre, el cuarto, la casa, sin que lo advierta en un principio, se vuelven nada. ¡Nada! ...Abrazándose a si mismo, desnudo y golpeado, se descubre en un espacio amplio y semi oscuro. Nuevamente es un hombre y la conciencia lo desploma hacia atrás:
La casona donde vivía ya no existe, ahora es ese estacionamiento donde se encuentra; ha sido violado otra vez, casi con su consentimiento. Y sobre todo, lo que deshace su belleza en el concreto, es que su madre está muerta.