domingo, 17 de marzo de 2013

El atrevimiento de la poesía -después de leer Amuleto de Bolaño-.


El siguiente es un intento poético de algo serio:
Pensemos en la danza, ésta es un ritual, una forma de comunicación a través de una serie de convenciones: la música, los movimientos, la ropa, los colores, la luz. La danza es un lenguaje a través de símbolos, como la escritura.  El escritor es un “danzante” pues se apropia de diversos elementos (la literatura está afuera y no sólo en libros) para crear una comunicación. Esta está abogando por la  imaginación,  por que el poeta (y por poeta me refiero al sentido amplio, que engloba a todo escritor) es quién hace en ella un nuevo uso y apropiación del mundo; la imaginación se vuelve critica al control, se vuelve también su salida. En el  mundo hay varias caras de la realidad, caras que quizá no lleguemos a conocer y esa enormidad se encuentra en el vacío, ¿no es quizá eso lo que Auxilio encontró en el jarrón?
El vacio es el silencio, y el silencio es igual que la no acción, siendo Auxilio madre de la poesía mexicana su gran culpa fue la no acción, el no haber respondido a tiempo al silencio. Bien hagamos antes de continuar la siguiente pregunta ¿de qué modo concreto la poesía puede ayudarnos en la vida?
Cuando se escribe un poema o se canta (porque ambos están al mismo nivel) hay una intención, nunca se hace “sólo porque si”.  Un escrito tiene una intención que trasciende lo estético y el discurso -discurso en una dimensión plana -, si un escrito no te conduce a una realización, no se puede decir que sea malo, pero olvida el principio básico de la escritura. ¿Cuál era ese principio? En un comienzo la escritura, como las demás expresiones artísticas era un ritual que nace del intento de contactar con lo que está vivo en el cotidiano pero fuera del alcance de lo cotidiano. Y ese me parece es el verdadero fin de la literatura. En ocasiones escribir se vuelve un acto salvaje, lo es porque de verdad logra desgarrar esa barrera invisible y nos permite comunicarlos con eso que vive en lo cotidiano fuera del alcance común, lograr eso es realmente lo que se dice vivir como poeta. Y respecto a lo de salvaje, hay que preguntarle al caníbal de la guerrero o a Gregorio Cárdenas, quienes también escribían –uno de ellos también poeta, del cual sospecho que Amuleto hace una mención cuando se habla de un merodeador en la noche- ; de cierto modo –muy retorcido- se puede afirmar que ellos vivieron como los poetas que pretendían ser.
Y regresando a que puede hacer la poesía en la vida, por el momento, respecto a la función de la escritura – que contempla la poesía - puedo decir que nos ayuda a sentir vida, nos acerca a la vida,  nos recuerda/ vincula con el principio más básico de sentido de ser (eso presente e invisible); ese fue el fallo que no deja tranquila a Lacouture : que no permitió que la poesía se volviera su escudo, ese vinculo concreto con la vida. Solo hasta el final lo entiende, el enemigo es el silencio – que se puede disfrazar en el ruido carente-  y el silencio se combate con la vida/poesía/canto/acción. La poesía es canto, es arma contra el control (y el control es aquello que nos dificulta el contacto con lo vivo en el cotidiano y a la vez  fuera de él).

lunes, 11 de febrero de 2013

La misteriosa cadencia del guinda y el azul (Versión A, última entrada).

Epílogo.

La encontré en mi camino una tarde cuando una ventisca se llevaba consigo a todas las personas que hallaba en su paso. Pasé cerca, en contraflujo, reflexionaba sobre los amigos que alguna vez tuve, familiares a los que no veía desde hacía años, un par de amores fallidos a los que miré cuando ellas no me miraban; ¿dónde estarían ahora?, ¿luego de cuanto tiempo nos reconoceríamos?, ¿sería este día, la próxima semana, después de casarme, al estar viejo?, ¿nunca retornarían a mi vida aunque yo lo deseara tanto y ellos también?; tal vez en esa calle, en la siguiente, al entrar a esa tienda o al aguardar el cambio de luces del semáforo, uno de los extraviados reaparecería.
Asevero que una persona es todo lo que le ha pasado en la vida, cada afición, cada sentimiento, cada personaje, adverso o apreciado, es parte de uno si la memoria y el corazón los hacen suyos. Estamos completos con todo ello, el tiempo, la fatalidad, los dioses o el destino, no sé a quien culpar, nos van descascarando; cuando niños estamos desnudos, las experiencias nos atavían, nuestra alma, al madurar, no quiere estar desvestida. Pero es inútil, las prendas van cayendo con los años, los amigos nos dejan (o nosotros los dejamos), las mascotas mueren, la escuela cierra sus puertas, nuestros juguetes van a la basura, nuestros atavíos deportivos quedan encerrados en un locker, las novias que vivían en una cama han muerto en un baño... Todo es lejanía. Todo es soledad. Pero las estampas de nuestro álbum que hemos perdido, pueden ser remplazadas por otras. El mejor amigo que tuve en primero de bachillerato dejó de serlo en segundo, en segundo otro tuvo mayor identificación conmigo; los cinco años de danza en la infancia fueron olvidados por los cinco de boxeo en la universidad, las albóndigas que hacía mi tía abuela perdieron su sabor, ganaron repugnancia incluso, cuando la madre de mi amiga siempre me recibía con lasaña...
En tal colección hay piezas insustituibles, claro. Nunca nadie sustituirá a mi padre muerto, ni al primer gato que tuve, sin ellos nunca estaré entero. El camino podrá darme tantas cosas, regresarme las que me faltaban, jamás a Don Alberto o a Arenitas. No estaré completo... o quizá...
Esa chica vestida de azul cielo completa mi Ciudad. Creo que sin ella estas vías se quebrarían, sus pisadas mantienen unido el asfalto. Ella me obliga a caminar. Siempre la encuentro de frente, unas treinta veces en las que la he observado con fijeza el rostro, ella hace como que me reconoce, hace como que le soy indiferente. De repente parece ofendida, otras muy altiva, en las más no descubro expresión alguna; su parquedad me hace sospechar que esta sola, que disfruta su soledad, pero que también quisiera cambiarla, estar con alguien para atravesar los países.
Nunca le he hablado, tampoco seguido, la miro alejarse maldiciendo mi timidez tan arraigada. Ojalá pronto sea valiente.
Mis padres, mis tíos, casi todos los que me conocen me llaman vago. No trabajo, llevo dos años sin terminar mi tesis, a veces la realidad me rebasa, me siento tan soso y tan endeble. Pero hay una luz que nunca se apaga. La Ciudad siempre me recibe con afabilidad, sus misterios me impulsan a seguir. Tengo que caminarla entera, estar afuera...
Porque afuera ella vive, me la encontraré esta tarde, un segundo que estemos juntos, toda la vida separados, pero valdrá la pena, la habré visto. ¡Afuera!
Ella esta, ¡Ella esta!





03/02/13
Morelos, medianoche, a punto de dormir en el suelo; mis hermanos, mi prima, mi madre y mis tías ríen, yo estoy lejano.
Pienso en ti, Ileana. Tú nunca sabrás eso.
Tiempos obscuros.





jueves, 7 de febrero de 2013

La misteriosa cadencia del guinda y el azul (versión A, sexta entrada).

11
Caminar se había vuelto una actividad menospreciada, digna de adolescentes desorientados, turistas (sobre todo extranjeros) y principalmente vagos.
Autos, autos voladores, taxis, bicitaxis, patinetas, deslizadores, helicópteros, bicicletas, motocicletas, autobuses, trenes del metro, tranvías, máquinas teletransportadoras, hombres con sillas en las espaldas, elefantes, burros, caballos u otras bestias... eran indispensables en una urbe, cualesquiera deseaba tener algún vehículo de éstos, formaban parte de la idiosincrasia de sus habitantes.
Era una flojera caminar más allá de dos calles, una exageración si alguien iba a pie de una colonia a otra. Era prudente pasear por un parque los domingos o recorrer un centro comercial o tianguis para buscar ofertas, pero ir deteniéndose en esa banca, en esa heladería, afuera de ese probador. El centro de la Ciudad siempre era excepcional (en éste y muchos otros casos). Allí, a pesar del tranvía, los bicitaxis, los mini helicópteros y el turibus; los pies eran preponderantes. Demasiados caminaban, venían de todas las partes de la urbe, del resto del país, de tantas zonas del mundo, para experimentar tal esfuerzo; conocer sitios, reconocerlos, comprar lo que se buscaba, lo que no; enamorarse, inspirarse, desaparecer. Una intensidad se adhería a cada visitante, cada uno no podía detener sus pies, incluso sentados los movían agresivos o con grácilidad.
Y dentro de esa corriente constante, una energía sobresalía entre las demás. Una mujer. Al verla tantos la seguían, la envidiaban, la imitaban; su presencia le explicaba a algunos el porque del placer de caminar, incluso porque los humanos tenían piernas.
Ella misma era la energía cinética.
Azul cielo no comía, hablaba con susurros y monosílabos, se le veía andar entre la lluvia o el granizo, muchas veces por el centro, pero también en el sur, en el oeste, en cualquier punto de esa metrópolí trepidante y rara; no pensaba, sólo tenía la necesidad imperiosa de estar en movimiento, de no salir de los limites de la Ciudad, de no titubear, intuía que cuando mantuviera los pies fijos su contraparte se alzaría para regresarla a la oscuridad.
Guinda, desde su catatonía, estaba contenta. Su antigua soledad había terminado, ¡Que próxima ahora se hallaba a esas calles que amaba!, ¡Las abrazaba! Un sentimiento que en sus momentos álgidos provocaba destellos blanquecinos que irisaban el asfalto, salían de los contornos de la sombra como espinas de luz, un espectáculo que cautivaba a los pocos que se percataban de ello.
Guinda también padecía desesperación, quería volver a utilizar sus piernas, presumir sus rebeldía al contonearse; quería enamorarse, sospechaba que a su impostora también le sucedería...
...El amor detiene a los viajantes, la fuerza cinética que los conducía hacia todos y hacia ninguna parte, es transformada en una fuerza gravitacional que además de provocar cansancio, confianza y paz; torna lo inmenso en minúsculo y lo pequeño en superlativo. El mundo ya no es un hogar, ahora lo es esa mano que sujeta a la tuya con candor, los caminos no son tan vastos como la piel, la necesidad de andar es sofocada irremediablemente cuando un pecho palpitante ofrece un descanso y también un final...
Guinda lo sabía, Azul cielo por igual. Su recorrido no podía ir más allá de las fronteras de un corazón.


viernes, 1 de febrero de 2013

La misteriosa cadencia del guinda y el azul (Versión A, quinta entrada).

9
En una noche veraniega por fin se levantó.
Avenida Revolución apartó su estruendo por unos instantes. Carros, faroles y personas se parapetaron tras el mutismo y la lejanía. Un viento afilado escindió el camino, posicionando al conformismo de un lado y a la fantasía del otro. Las sombras abandonadas en la banqueta fueron barridas hacia el hoyo de una esquina, brotó sangre de una coladera y unos niños brincaron de azotea en azotea. Guinda Gómez se sintió confiada, plena en esa soledad. Gritó:
- ¡Nada va a detenerme!
Gustándole el eco resultante, que rebotó de esa ventana iluminada hacia sus senos traviesos, de esa puerta entreabierta hacia su fértil abdomen, de ese recio muro hacia sus nalgas bailarinas. Se sobresaltó al advertir esa presencia, un susurro que la hizo voltear presurosa, enredarse sus pies y casi caer contra aquella silueta que venía detrás suyo.
Era un desconocido, el pelo largo, los rasgos blandos, el cuerpo atlético y mediano, un paso contemplativo y una vestimenta oscura y holgada que se agitaba bravía como un tornado.
- ¡Ay! - ella masculló y él la detuvo de un hombro porque creyó que se caía.
- ¡Cuidado señorita! - le dijo con una voz suave y envolvente.
La miró con unos ojos insondables que la succionaron hacia un misterio enloquecedor, antes de rebasarla y extraviarse en las oscuridades de la metrópoli.
Ella se detuvo, herida. Algo dentro de su corazón le ordenó que lo persiguiera. Tenía que saber quien era él, tenía que comprobar si estaba enamorada. Retomó su camino diez segundos después, cuando lo que pudo ser ya no sería. Caminó, trotó, corrió. Corrió, trotó, caminó. Un raro cansancio rápidamente se adueñó de sus extremidades, llenándolas de herrumbre. Pasó una esquina, apenas alcanzó la segunda y el hartazgo le provocó un gran enojo. Luego sintió tristeza, ¿de qué le había servido caminar tanto?, ¿cual era su meta, cual fue su principio?
- ¿A dónde voy a parar? - se preguntó en voz alta, sólo su sombra la escuchó.
Azul cielo se puso de pie furiosa, clavó unas garras repentinas en los hombros de su gemela. La jaló hacia ella, apenas le sofocó un puchero cuando le intercambió su sitio en la realidad (una tan vasta que nadie podía recorrerla por entero). Y ante la inutilidad de Guinda, Azul se sintió satisfecha. Ahora conocería la Ciudad, el mundo. Una protagonista que caminaría sin nunca detenerse.


10
Nunca se detuvo.
Con las primeras luces del día una chica pequeña con una rara belleza y con una cadencia misteriosa al andar, atravesaba toda la urbe. Su breve presencia tranquilizaba a los estresados e intensificaba a los soñolientos. Un rayo que aclaraba la calle, un torbellino que saneaba la avenida, brillos que permanecían en las ventanas de los edificios, que lustraban monumentos, fuentes, postes, casetas telefónicas...
Era un ligero terremoto, un soplo que acariciaba el cuerpo. Los animales, sobre todo los perros, la evitaban. No así los hombres o las mujeres lujuriosas, los fotógrafos o los jóvenes enamorados. Una gran paz experimentaban al estar un paso detrás suyo, sobre su sombra. También y de una manera rauda, un cansancio los aquejaba. Querían perseguirla hacia donde fuese, sus piernas ya no se los permitían. Ya nadie era devorado, si vivían una gran frustración. Aquellas nalgas eran un asidero en medio de su océano solitario, al no aprehenderlas sus manos se crispaban, rasguñaban sus pechos, daban manazos hacia el aire; "¿A donde vas?, ¿de donde venías?, ¿cuando tu camino otra vez se encimará sobre el mío?" preguntaban deprimidos; a veces masturbarse pensando en ella los consolaba, a veces preferían ya no salir, no ver a nadie, quedarse sentados en casa.
En ocasiones los más atrevidos le hablaban: "¡Oye, amiga!" pero Azul no volteaba, "¡Oye, disculpa!, ¿No te conozco?" trataban de saber de ella, pero ella los miraba con desdén y aumentaba el ritmo de su caminata; "¡Hola! No soy muy bueno hablando con mujeres, además no me gusta molestar a nadie, pero tengo curiosidad..." buscaban detenerla con tales palabras, incluso se paraban frente a su persona, pero ella con un movimiento ágil los esquivaba, trotaba, corría, luego de la primera esquina el más osado se detenía para escupir o maldecir derrotado.
Azul cielo siempre vestía del mismo color (Guinda nunca de guinda, se decía que ataviarse así sería como un pleonasmo). Ropas que variaban ligeramente: playera, blusa o chamarra, pantalón de mezclilla, de algodón, pants; zapatillas, tenis para correr, tenis casuales, tenis viejos; nunca zapatos o botas. Modificaba su vestimenta durante las madrugadas, también su peinado, que era suelto o una trenza o un flequillo.
En las noches, cuando los paseantes se detenían y en algunos tramos de la metrópoli las luces perdían fuerza, cediendo espacio para la violencia y el misterio; Azul cielo desaparecía.
Seguía caminando, pero inmersa en la oscuridad, allí sus movimientos apenas eran perceptibles, un rumor que desdoblaba los asfaltos oscuros y dormidos, un topo incansable. Nadie la veía, ningún fiestero, prostituta, vigilante. Volvía con los rescoldos del amanecer, clamorosa y rauda, sus nalgas aún más trepidantes que ayer.


martes, 29 de enero de 2013

La misteriosa cadencia del guinda y el azul (Versión A, cuarta entrada).

7
Una noche entró a una calle en la que estaba prohibido hacerlo. Bultos de tierra y cascajo, además de un gran letrero con una cruz muy roja, evitaban que los caminantes se adentraran. Ella pasó sobre ello, nada debía detener su camino.
Muy bien iluminado al principio, ese tramo de la urbe poco a poco iba oscureciéndose. Al llegar a la mitad los ojos ya no podían aferrarse a ningún destello, la luna desaparecía y el cielo se fundía con la tierra en una oscuridad espesa. Guinda tuvo miedo de ella, antes de que pudiera retroceder, más que sentirlo, oyó que algo le rasgaba el cuerpo. Afuera, bajo la luz blanquecina de un anuncio espectacular, comprobó que estaba entera. Sin embargo su pecho se llenó de una terrible melancolía, como si extrañara al hijo que no tenía.


8
No se percató, durante dos años su paso dejó un rastro, sedimentos de sombra que sobrevivían en el asfalto un par de días; huellas que se alebrestaban un instante en la madrugada.
No se dio cuenta, su sombra se había vuelto azul cielo. Al principio indetectable, luego era evidente que aquel color la diferenciaba de los grises, oscuros y de los azules marinos de las otras. En la ciudad de las sombras aquello era abominable, un paroxismo del misterio.
Guinda iba y Azul cielo la perseguía intensa, hambrienta, demencial. Había hombres que iban detrás de la humana, hipnotizados por su péndulo sexual. Sin duda habían visto traseros mucho más estéticos o enormes, nunca un movimiento similar. Su libertad y su orgullo los impulsaban a retrasar su camino o, peor aún, desviarlo. Tan concentrados se hallaban en esa cadencia que su súbita desaparición ni siquiera la experimentaban. Azul cielo se los tragaba, sumergiéndolos en el enigma de su noche. Los arrebataba de las calles de una manera tan vehemente que, a pesar de una multitud circundante, sólo algún observador notaba su ausencia.
Varios hombres comenzaron a habitar dentro de la sombra, cada uno le otorgaba fuerza, presencia, inmortalidad. Azul cielo nunca comía delante de su dueña, siempre detrás, escondiéndose para que ésta no se asustara. No alarmarla, que estuviese desprevenida ante su inevitable levantar.

lunes, 28 de enero de 2013

La misteriosa cadencia del guinda y el azul (Versión A, tercera entrada).

5
Siempre caminaba.
Prefería los sitios populosos, remarcarse entre la tanta gente. Tianguis, mercados, centros comerciales. Tepito, Jamaica, Parque Delta.
Transitaba.
Escogía avenidas principales a la hora del tráfico y en sentido contrario a los autos. Insurgentes, Viaducto, Zaragoza.
Avanzaba.
Sus momentos melancólicos, provocados por su menstruación, los vivía dentro de colonias señeras e inalcanzables. Del valle, Polanco, Chapultepec.
Paseaba.
Se consideraba importante en zonas míseras y vetustas. Sentía una considerable soberbia al pisar esas calles terrosas, esquivar los montículos de basura y observar esas raras madrigueras. El Bordo de Xochiaca, Canal de San Juan, la Renovación.
Cruzaba.
Frente a preparatorias y universidades ralentizaba su avance, no miraba a nadie, sabía que todos los que entraban y salían del recinto estaban fijos en ella. El CUM, la Fes Aragón, la UVM.
Trotaba.
Lo hacía cuando llovía o hacía mucho frío, en las zonas altas o dentro de deportivos. Se ataviaba con un pants gris tan justo que parecía vertido sobre su cuerpo. Colinas del sur, Magdalena Mixhuca, el bosque de Tlalpan.
Corría.
¡Qué sensación tan placentera el sudor sobre su cuerpo! Exudaba sólo de noche, fantaseando con que era un guepardo, no uno cazador, si competidor, decidido a ser más rápido que su sombra. A veces la rebasaba, no era inaudito, ella era poderosa. Colonia Puebla, avenida de los Misterios, Cuatro caminos.
Caminaba.
El centro de la Ciudad era un imán para sus piernas, aquí sabía lo que era flotar. ¡Cuantas veces se perdió y se encontró en ese laberinto! Un rompecabezas del que conocía casi todas sus piezas. No era buena para recordar nombres o títulos, pero era precisa al momento de señalar ubicaciones. Calles y más calles que identificaba por sus edificios, sus habitantes o su mobiliario citadino. Sabía donde estaba esa panadería de cien años de antigüedad, las tiendas deportivas, el hostal para estudiantes, la señora de doscientos kilos que vendía tamales; los xoloitzcuintles que vigilaban esa vecindad; el joven con síndrome de Down, vestido como policía, que jugaba a organizar el tráfico; el árbol gigante que parecía tener vida durante las noches, los niños indígenas que vendían chicles en un semáforo descompuesto; los muchachos vulgares que comercializaban artículos piratas y que a todas las chicas que les parecían atractivas las molestaban con sus comentarios (a ella le daba risa lo que le decían, "¡Amiga!: ¡Haces buches al caminar!" por ejemplo). Conocía tanto de esa pequeña zona (a la vez tan inmensa) que se sentía en casa. Segura, despreocupada y bella. Imparable.
Siempre caminaba.


6
Su Ciudad y su caminata.
Un disfrute y una excitación, un hipnotismo que le provocaban esos tramos de asfalto, esas islas donde no esperaba ser rescatada. Seguía, proseguía, avanzaba; femenina se sentía en su movimiento. Un bamboleo, una máquina, una ola.
Lo importante para ella era estar presente, ¡Afirmar que esa era su Ciudad! Una urbe con edificios angulosos, que se hundían, deformaban, aparecían y desaparecían durante la madrugada. Luces mortecinas, ventanas abiertas, risas plenas desde las coladeras; tenis viejos colgados en los cables de luz, postes borrachos y perros que también eran hombres.
Detestaba los lugares cerrados, entraba si intuía que la multitud era demasiada. Tampoco prefería mantenerse en un sitio por más de media hora. No quería conocer ningún edificio por dentro, quería que la conociesen a ella. Presumirse, fulgurar en cada vía.
Caminaba para confirmar su existencia, que los otros la mantuvieran viva mucho después al recordar, hablar o escribir sobre ella: "¡Qué culo el de esa vieja!", "¡Hoy vi a una chava que se movía como si estuviese en una pasarela, ¡tal vez era una modelo de barrio!", "Pulsante es tu paso, una canción para los sordos, una envidia para las estatuas, un viaje a través del universo" y así Guinda Gómez era estable, sobreviviente, detenía su caminata por fin.
Salir para que todos supieran de su juventud y de su belleza, del inexpugnable poder de sus piernas, de su deseo de no pararse hasta que éstas se deshicieran en filigrana sobre el asfalto.

viernes, 25 de enero de 2013

La misteriosa cadencia del guinda y el azul (Versión A, segunda entrada).

3
Sus padres le dieron un nombre antes de darle la espalda, extraviados en Estados Unidos casi los veintitrés años que tenía de vida. Sus tíos, viejos y sin hijos, no podían hablar con ella sin regañarla; "Regresa a la escuela, ¡No seas estúpida!" le dijeron cuando abandonó la universidad en segundo semestre, "¡Ponte a trabajar!" le espetaron desde el año pasado, nunca había trabajado, decidieron que era tiempo de que empezara a hacerlo, pero ella no quería ser una esclava del Capitalismo; "¡Ya cásate!" le pedían cada vez que la veían, ya deseaban que se fuera de su casa aunque Guinda casi no estaba en ella; aunque era muy selectiva con los hombres, a veces creía que no existía el joven con la mirada serena y los músculos suficientemente amplios para que su feminidad cupiera entera.
Había tenido dos novios, el inicial toda su educación secundaria, el segundo el verano previo a la universidad. Éste último quería casarse con ella, le aseguraba que su familia tenía un pequeño castillo en el país de Gales y que ambos vivirían allí al matrimoniarse; ella le pedía que esperara, ambos debían madurar antes del compromiso. Se veían una vez a la semana, ambos caminaban sin tomarse de las manos, pero rozándolas con cada paso dado. Él siempre le daba dinero, ella sólo un beso largo al despedirse.
Había tenido dos amigas. Una toda la primaria, la siguiente el último año de preparatoria. La primera había reaparecido hacía año y medio, su abuelo la había violado antes de morir de cirrosis, no quiso abortar ese hijo / nieto, una enfermera si lo eliminó cuando, al llevarlo a los cuneros, se le cayó por el cubo de las escaleras. Se hubiera suicidado si Guinda no hubiese aparecido en esa calle con los faroles recientemente encendidos. Se veían una vez a la semana, ambas caminaban con las manos tomadas, preocupadas por soltarse, acaso el viento las ubicaría en continentes opuestos. Ella siempre le daba dinero, Guinda un abrazo y unas lágrimas que duraban diez minutos.


4
Administraba el poco dinero que recibía (de sus tíos nunca) para que pudiese salir seis días a la semana. Cuando se quedaba en casa barría, trapeaba y ordenaba la sala, la cocina y el patio; lavaba su ropa y hacía de comer. Cuando estaba en la calle comía en cafés de chinos o las tres tortas de huevo que se preparaba al mediodía (y masticaba sentada frente a kioscos, monumentos o fuentes en parques públicos). Iba a los baños de las tiendas departamentales, si quería leer entraba a las bibliotecas, veía televisión frente a los aparadores, escuchaba música con los músicos callejeros o se paraba en los puestos de discos piratas sin comprar nunca uno, disfrutando de lo que ponían en sus estéreos; pocas veces se cansaba, los momentos que sí se recostaba en pastos o se sentaba en bancas de plazas o paradas de autobús o en las orillas de las banquetas de calles solitarias.
Siempre caminaba.



La misteriosa cadencia del guinda y el azul (Versión A, primera entrada).

Esto es para ti, breve y aventurera Daniela Barrios.

1
"La realidad es tan vasta que es imposible recorrerla por entero... pero yo podré hacerlo. ¡Yo nací para caminar!" era un pensamiento recurrente, afilado una tarde, risueño la siguiente. Guinda Gómez tenía semanas enteras para reflexionar, momentos inabarcables en los que también se decía que, más que una persona, era una idea.
Se sentía etérea al atravesar las calles donde deseaba morir cuando vieja. Fantástica y sensual para todos sus conciudadanos. Poderosa. Un poder que experimentaba no al recordar que era joven o al asegurarse que era preciosa, sino cuando sus piernas se movían, una adelante de la otra, la otra detrás de la primera, en un ritmo de pronto ligero, de repente turbulento.


2
Guinda era fea. Durante niña y en sus primeros tiempos de adolescencia, los ojos y el pecho le oprimían al mirarse en el espejo. Su piel morena, sus rasgos afilados y su cabellera larga y castaña repentinamente se derretían sobre su cabeza. Sin rostro avanzó por su inocencia, sin rostro poco a poco se enamoró de la soledad.
Guinda era bonita. Cuando cumplió dieciocho años se pintó los labios de un rojo suave, se puso un moño del mismo color en el lado derecho de su pelo y adquirió una revolución al caminar. Era delgada y menuda, inmóvil sería insignificante; en movimiento sus nalgas ligeras y altivas explicaban porque el círculo era sinónimo de perfección . Un maremoto, un eco, un tic-tac. ¡Una explosión cegadora! para todos aquellos presentes cuando ella salía a las calles y las reclamaba para sí.


viernes, 11 de enero de 2013

Carta para Europa:

01/01/13


Pisé una rata cuando caminaba por la Zona rosa, Esteban Hernández III me acompañaba y no se dio cuenta  de ello. El chillido resultante asustó a unas chicas allí paradas, yo persistí en mi camino con la misma tranquilidad que toda la tarde había mostrado.
La noche, a tramos, era vencida por el neón de los restaurantes y de las tiendas y por las risas sanas y casi rutilantes de los pocos visitantes.
Pensaba en ti...
Nuestro vagabundeo nos llevó por sitios a los que jamás había arribado, pero de los que sospechaba desde siempre. En una de las avenidas más fastuosas de la urbe alguien había desparramado unos bultos de basura en el suelo; plástico, cartón, envolturas y rastros de comida; lo que me detuvo fueron unos juguetes. Extraterrestres, simios, futbolistas, carvenícolas, seres de fuego y zombies que algún niño disfrutó por muy poco tiempo y ahora estaban esparcidos por la banqueta, algunos destruidos. Recogí varios de ellos experimentando cierta compasión, calles adelante descubrí que tal sentimiento estaba dirigido hacia mi persona. Conmiserado de mi figura rara y solitaria, como casi nunca lo hago.
En la noche Esteban y yo arribamos a la Glorieta de Insurgentes, antes de entrar a la estación del Metro allí ubicada, él me preguntó:
- ¿Estás cansado?
- No.- respondí, pero la verdad era que sí, cansado de esta caminata hacia ninguna parte.

miércoles, 2 de enero de 2013

El hombre sueña...

El hombre sueña. Sabe que es un sueño a pesar que sus cinco sentidos funcionan de la manera correcta y lo que presencia es completamente racional. Sabe que es un sueño porque se descubre sonriendo con una plenitud y un vigor que en la actualidad y desde hace varios años no presume. Su rostro, tan fresco e impoluto como si estuviese hecho de porcelana, mantiene un gesto divertido. Se pregunta que es lo que lo emociona tanto, porque se siente tan vivificado. Su sonrisa pronto se transforma en una risa embriagante.
Recorre las calles de la colonia San Rafael en un día esplendente. Autos y gente se suceden mínimos y con un paso lento, el suficiente para que él pueda observarlos a placer. El orden y la pulcritud de la zona le hacen pedir que la caminata se alargue indefinidamente. Sus piernas no se detienen. Avanzan con una fuerza y una decisión pocas veces conseguidas.
Las construcciones viejas, una aquí, otra más allá, la tercera a la vuelta de la esquina, desprenden una nostalgia que debilita su alegría, por lo que cierra los ojos cuando pasa a un lado de ellas. No quiere sentirse triste hoy, esta tarde no. Tres minutos después de rebasar las instalaciones de la Universidad del Valle de México, se detiene frente a una casona amplia, a tramos decadente, a tramos hermosa. Saca una llave y abre la puerta porque esa vivienda (y esto es la prueba determinante de lo que vive es un sueño) le pertenece a su madre.
El patio pulcro y mojado está sobre poblado por macetas, plantas y flores de tan diversas formas y colores. Todas regadas: aquí una azalea, allá una margarita, ahí un ave del paraíso. Al cruzarlas las roza con los dedos. Avanza por el pasillo hacia los cuartos, todos espaciosos, uno tras otro, en busca de su progenitora. Y con cada paso dado su risa aumenta en resonancia hasta la locura. Abre la habitación donde durmió tan plácidamente su infancia entera y allí, en la penumbra y en el frío, en el piso y en un dolor que la pudre en lágrimas, su madre pide una y otra vez:
- ¡Ya no!... ¡Ya no!... ¡Ya no!...
Al verla así ríe tanto que su boca se resquebraja, luego su cabeza sufre lo mismo y por fin su cuerpo entero. Su adultez se desmorona en un inútil grupo de vidrios. Él era un vitral policromático y fino que se ha destruido a si mismo. Ni siquiera hay un ritmo dulce cuando todos sus pedazos caen y rebotan una, dos veces en el olvido.
Se transforma, otra vez es un niño de diez años que corre valiente hacia su madre y la abraza desesperado. Y aunque no sabe que o quien la ha hecho llorar, le promete:
- Nunca permitiré que nada ni nadie te haga sufrir.
Su madre, el cuarto, la casa, sin que lo advierta en un principio, se vuelven nada. ¡Nada! ...Abrazándose a si mismo, desnudo y golpeado, se descubre en un espacio amplio y semi oscuro. Nuevamente es un hombre y la conciencia lo desploma hacia atrás:
La casona donde vivía ya no existe, ahora es ese estacionamiento donde se encuentra; ha sido violado otra vez, casi con su consentimiento. Y sobre todo, lo que deshace su belleza en el concreto, es que su madre está muerta.