Tommy, vamos a decir
que se llama Tommy porque llevaba una chamarra que costaba un ojo de la cara y por
el momento no tiene ningún otro rasgo característico, estaba pensando en
comprar un helado en la calle de Madero. ¿Sabes cuántas calles Madero y cuantas
calles Zapata hay en la República Mexicana? Hazte a la idea que ésta calle
Madero no es la calle que conoces, porque de eso se trata. No es tan grande
como piensas. La cifra. “La república”. El niño, porque Tommy es un niño, está
esperando a que la fila se acorte para que por fin pueda pedir lo que quiere:
un tarro de helado de Margarina Moldava (leíste bien, es un tarro, no es una
taza o un vaso, mucho menos sería un cono). Así se llama el helado del que no
te he platicado cómo le fascina a la gente. La fila avanza. Otro niño aparece aquí,
hijo de expatriados norteamericanos, pasa por esa misma calle con las manos metidas
en las bolsas de la sudadera. Un niño más, toca un acordeón, pero imagina que
es un acordeón que no hace música, es un acordeón que no obedece razón, como un
loco, por esta ocasión ni siquiera hace ruido, la interpretación que inunda la
calle es un cúmulo considerable de desgana e indiferencia en los gestos que
hace su niño (el niño tiene un acordeón, el acordeón tiene un niño). Tommy uno,
helado en ristre, porque llamaremos a los dos primeros niños Tommy, se
encuentra cara a cara con Tommy dos, manos ocultas, ojos en los zapatos. Tommy sonríe
al paso de su homónimo y mirar otra vez el mostrador donde aguarda un empleado
laborioso que prepara “otro Margarina Moldava”. Tommy dos pasa la heladería, se
encuentra con el acordeón y su espectáculo con niño. Se saca una bolsa de cacahuates
de la chamarra y se la entrega a Tammy, nombre para un tercer niño varón que
viene a cuenta, el pequeño que toca el acordeón pervertido. Te dije que el
acordeón estaba loco, pero más bien es un acordeón pervertido. Por las noches, deja
los ojos abiertos y si te quedas dormido antes que él, mira como son tus sueños húmedos, escucha a tu esposa
acostarse junto a tu cuerpo inerte y decir en voz queda “qué joda, qué vida,
quiero otra, quiero comprar una nueva, crema con vainilla, comerla a mi velocidad,
ésta vez, más tiempo para mirar el pasado como un evento y no como una
definición de mis dotes, como una transición pasajera entre el entonces que me
parecía un bodrio y el ahora que me parece una locura acelerada y a destiempo,
sin tiempo, sin tiempo”. Es un acordeón muy malo. Tammy es un niño muy malo
también. ¿Qué es lo que pasa cuando recibe los cacahuates de Tommy segundo?
Nada, los pone debajo de su bandeja de billetes y se sigue mirando la calle con
hastío, como si nada hubiera pasado por su mente, sus dedos o su garganta (nótese
que salivó). Tammy es tan hábil que ha aprendido a tocar sin mirarse los dedos
durante toda la pieza. Quizá sea injusto decir que Tammy es hábil, dado que
Tommy dos, hijo de narcisistas inseguros ha tomado clases de piano desde los 3
y si pusiera sus manos por unas horas en el acordeón ―y tuviera que sacar
dinero de hacerlo con gracia―, lo tocaría mucho mejor. Pero en esta ciudad en
particular (hija de puta), en esta ciudad pequeña y meditabunda, la gente no
quiere un acordeón que florezca con sutilezas y sentimientos “humanos”, quieren
el acordeón de Tammy, viejo, descuidado, sobrevendido, empleando a un niño que
inspira miedo y a la vez compasión. ¿Pero dónde duerme por las noches cuando ya
no toca?, se pregunta una madre que no piensa mucho cada día en nada y que
sobrevive de lo que muchas otras, del mérito de haber parido un par de recordatorios
y futuros estados financieros. Tammy no se preocupa por eso, ni por la señora, ni
por los recordatorios, ni por encontrar donde sobrevivir la noche inclemente,
no ahora. Tommy uno, se empieza a embuchar el helado, le da lengüetazos y sueña
a que su tarro es una montaña que se derrite bajo el sol por los siglos de los
siglos de radiación. Una montaña de hielo, recapitula, ¿por qué quién se va a
creer que una montaña sea demolida por la poderosa lengua de un ser
inmensurable, quién se lo va a plantear así? ¿Dime quién? ¡DIME! Es mejor
imaginar al sol haciendo lo suyo, paciente e implacable. Cuando los tres han
cruzado miradas, no los tres entre los tres, sino uno con el otro y el otro con
tercero, cae del tercer piso de un edificio que enmarca el encuentro, un balón
de futbol. ¿Qué es esto? No, no es el set de filmación del próximo comercial de
cola-limpia-motor-cola. Los tres infantes pasan sin percibir que sus vidas
acaban de saludarse de mano y de una vez, para no desaprovechar, se agarraron
de besos. El balón es una metáfora de la gravedad, ahí está, pero nadie la toma
en cuenta. A menos que no estuviera. En otra parte del mundo, tres niños negros
se vuelven mejores amigos. Porque los otros tres niños blancos de esta historia
están en EUA, (y no son los tres “T”) discutiendo sobre un número de horas que
llevó la culminación de su más reciente aventura conjunta a distancia en la que
mataron hombres y mujeres, virtualmente, no realmente, sólo simuladamente.
Tommy segundo se pone a llorar la mañana del día siguiente cuando su padre lo
regaña con el argumento creacionista-extremo de cajón: Tommy ha maculado su
estatus de privilegiado y seguirá fallando a ojos de sus semejantes si no
renuncia a su amor por los dinosaurios. No hay tal cosa como la prehistoria sin
dios por miles de millones de años. Tammy ha tirado los cacahuates al caño de
la tasa del escusado en uno de sus tres paraderos nocturnos. Tommy primero no
piensa nada, se mira desnudo en un espejo y piensa que su cuerpo es diminuto,
pero no lo sufre, no lo vive como la condena que podría ser, lo piensa como un
estado transitorio. El acordeón de Tammy dará aproximadamente trescientas
funciones más. Serán interpretaciones de cumbias y bachatas que acompañarán el
ruido de una calle Madero. El acordeón perecerá aplastado bajo una casa
derrumbada en espera de dictamen del CONACULTA sobre una posible restauración,
esto no será una casualidad, el derrumbe, la pérdida del instrumento sí. Una
casa en Glastonbury es subastada por su valor emocional en 2007 por casi
5,000,000,000 euros. Una casa en Phoenix es subastada también, en una cantidad
exorbitante, por haber pertenecido a la familia de un tal Armstrong, por haber
albergado al susodicho y por haberlo visto “en su apogeo”. ¿El astronauta, el
físico, el mercadólogo, el historiador? Timmy segundo, crece, a principios de
los años 80’s se pone playeras largas y pantalones de mezclilla, fuma crack,
reza, viaja a la India, rescata a una chica palestina de 19 y se la lleva a
vivir con él. Cuando su primer perro “familiar” fallece, Timmy recuerda que hay
cosas más importantes en la vida que el amor y la vanidad, vende su casa y
regresa a la India a buscar a dios, al verdadero dios. Timmy, el pequeño del
helado, morirá a los 17 años en el verano de 2003. Por tanto no verá el fin de
la guerra en Afganistan, no abrirá su cuenta en cierto portal cibernético donde
la gente junta “recortes” de imágenes para hacer diseño de interiores, tampoco
sentirá miedo ante la amenaza del megaterremoto anunciado en 2014. Tammy
viajará a Sudamérica y trabajará en una fábrica de Samsung recuperando camiones
robados, negociando su compra-venta. También estudiará Tai Chi por un lustro y
después intentará ser maestro del mismo, sin mucho interés, sin mucha vocación,
sin mucha suerte. El perro de Tammy, vivirá más tiempo que Timmy primero,
convirtiéndose en un animal afortunado y excelso (cuántos años, cuántos años).
Pero, ninguno de ellos le rendirá culto a ninguno de los demás. Vértigo.
Vómito. Dolor. Arquetipos conjugados. Aceleración. Una canción que suena en un
radio descompuesto que no emite graves, permitiendo apreciar los silencios
entre melodía y melodía, entre canal y canal, entre tú y yo. Entre la paciencia
del amigo y la paciencia del lector. Vete. Ya no tienes nada que leer aquí. No
a mí.
¿T?
¿Eres tú?
Ah, era
yo
y
a
v
e
o.